domingo, 20 de enero de 2013

NACIDO ENTRE MONTAÑAS

Desde lo alto de su atalaya que era la cima del monte Gedo, Jorge observaba el valle que rodeado de montañas le había visto nacer, y pensó que con toda seguridad también le vería morir, puesto que sus raíces estaban bien asentadas en aquella tierra que allá abajo le había dado todo lo que poseía.
El lugar que le había hecho sentir el orgullo de pertenecer a uno de los numerosos valles que juntos y en su totalidad forman nuestra Bella Tierruca de Cantabria. Buelna era su nombre y Besaya el del río que le atravesaba de Sur a Norte fertilizando sus mieses y prados donde crecían las cosechas y pastaban las vacas como el último y más claro vestigio de su origen agrícola y ganadero desde hacía ya varios siglos. Podía ver con claridad desde su particular cima del mundo a las vacas en las laderas del Monta Orza y los sembrados de patatas, nabos y panizos allá abajo en Somahoz. A su izquierda Fresneda le recordaba uno de los lugares favoritos de su infancia en busca de aventuras guerreras en la profundidad del bosque. Los sosegados paseos más tarde al encuentro de un lugar a la sombra en las tardes de estío donde refrescarse de la canícula.
Pero sobre todo lo que más le alegraba a su ser era que una vez llegado el Otoño se adentraba en lo más profundo del castañar a la busca del sabroso fruto. Y luego descansaba en la solitaria roca que le ofrecía asiento al pie del viejo roble, testigo mudo del reposo del caminante cansado.
Miró hacia el nacimiento del río Muriago y su vista le trajo los gratos recuerdos de sus correrías infantiles a través de su caudal compartiendo el navegar con las truchas, anguilas y cangrejos y toda la fauna fluvial que habitaba su cauce.
Le apenaba verle ahora su curso desviado, aprisionado entre paredes que habían destrozado sus riberas pobladas de juncos y arbustos.
Jorge amaga cada rincón de su pueblo. Cada calle que había acogido las huellas de sus pasos. Cada edificio que había formado en su mente la imagen del lugar al que pertenecía. Cada plaza y jardín donde tantas conversaciones habían tenido lugar en esos momentos de ocio y diversión tras la dura tarea en la fábrica. Forja de hombres duros como el metal que trabajaban. Tenaces y perseverantes como los callos que habían recibidos sus manos de obreros tras las largas y persistentes tareas cotidianas. Y aunque nada le pertenecía, sentía que una parte de su ser se derrumbaba ante la progresiva desaparición de estas baje el infame hormigón y los anodinos bloques de pisos que usurpaban el lugar que estos habían ocupado.
Y se acordó de los carros de hierba atravesando las calles del pueblo. Al panadero a bordo de aquel carro tirado por el caballo y que a toque de corneta avisaba al vecindario de la llegada del básico alimento.
Y de la manzanera que transportaba sus frutas en las alforjas uncidas al burro. De la forja del herrero, donde se cambiaban las herraduras de los animales de carga y aún le parecía oír el martilleo sobre el metal enrojecido, dando forma al metálico calzado que protegía sus pezuñas a su paso por calles y camberas empedradas. Miró hacia la Contrina y la vista de los vecinos faenando la hierba le recordó su adolescencia allá por el 67 cuando trabajó como jornalero dando vuelta, hacinando y después acaldando en el pajar el dorado alimento de las vacas.
Recordó con agrado sus diecisiete años recién cumplidos laborando en llanas y cuestas manejando el dalle, la horca y es rastrillo a pleno sol. Aquellos duros días de bochorno sintiendo su torso desnudo torturado por las picaduras de tábanos y mosca reciniegas.
Luego el placer de saciar su sed y refrescar sus músculos doloridos, su rostro ardiente en el agua fresca del manantial que tras fluir desde las profundidades de la tierra formaba fuente al caer por aquella pulida piedra ornada de musgo. Un tren atronó el especio al atravesar el Puente de Hierro y su vista se volvió hacia la estructura metálica y su mente a un tiempo pasado.
Y en sus recuerdos se vio a si mismo apoyado en la barandilla contemplando el pausado paso de las truchas en sus lentas y sigilosas evoluciones.
Y la rápida huida de algún cangrejo que asustado se escondía al amparo del alguna piedra dejando en su lugar un pequeño remolino de arena en el fondo del río.
Conocía el cauce del Besaya en todo su caudal a su paso por el valle y se lamentó de las ruinas de lo que en otro tiempo fue el Puente Colgante y añoró los días en que lo balanceaban para asustar a las mozas que lo cruzaban en las idas y venidas a las romerías de San Felices.
Y luego al pantano y tras cruzar La Hoya y Lombera y tomando el camino del “Tubo” llegar al molino de Milio, pariente paterno, para ver moler el maíz.
La recta línea férrea del ferrocarril le recordó la vieja estación derruida para dar lugar a la actual en la que en una de sus paredes un cartel portaba el nombre de Los Corrales. Y los viejos trenes de vapor cuyo humeante y cálido aliento acarició sus infantiles piernas cuando el tren emprendía el rumbo.
Y el almacén de la Renfe. Y la vía muerta donde aguardaban los vagones de mercancías la diaria carga fruto de la labor y el trabajo que los obreros realizaban en la boyante industria que había impulsado el desarrollo socioeconómico hasta encaminar el rumbo del pueblo sobre el soporte de la industria metalúrgica.
Ello originó un cambio en la fisonomía del pueblo cuando debido a la demanda de viviendas que los trabajadores requerían y la dirección de la empresa propició, con la construcción de varias de ellas, dando forma a barriadas cuyas casas de cierto estilo montañés ocuparon el lugar que antaño había sido del dominio de los prados.
Jorge nació en una de ellas, allá en La Hoya, para más tarde, con dos años de edad, ir a vivir al barrio de San Juan Bautista, más conocido como de “Los Millonarios”, debido al elevado coste de la renta mensual que suponía su adquisición.
Y allí empezó su vida. En aquellos huertos de un área cercana a los dos carros de tierra que él siempre supuso fue un detalle de la empresa a fin de que la cosecha de patatas, berzas, tomates, etc., supusiera una ayuda y un desahogo para la sufrida economía familiar. Suposición que fue confirmada con la construcción de un gallinero en todas las viviendas y que tras ser envuelto en un enrejado de tela metálica sirvió para la crianza de conejos y gallinas, por lo que se puede decir que en el barrio “nunca faltaron huevos”.
Eran las huertas un estallido de vivos colores en las matas y plantas. Una excusa para adentrarse en el bosque de Fresneda a la busca de unos coloños de varas para las alubias y tomates. Jorge recordaba la maestría de su padre haciendo velortos con los que amarrarlos y lamentaba que a él, los tiernos brotes de avellano, se le quebraran y rompieran en su vano intento de hacerlos. Por aquél entonces la pandilla del barrio gustaba de hacer incursiones por las laderas del monte desde La Cuesta hasta la Contrina para afanar cerezas trisconas o ciruelas claudias con saciar su sed de aventura. Y más de una vez los echaron del perro y corrieron monta abajo hasta que el animal desistía de seguirlos tras abandonar sus dominios y luego, al resguardo de algún matorral, daban cuenta de la poca fruta que no había caído en la huida y aún guardaban en los bolsillos.
Eran los tiempos de escuela. Primero las Nacionales, luego La Salle, siempre los bolsillos llenos de canicas y peonzas con que jugar en el patio o en la bolera de La Rasilla. Y llegando junio, este se vestía de fiesta y se engalanaba por San Juan. En la campa y al amparo de sus majestuosos árboles, los feriantes colocaban la noria y los caballitos, las tómbolas y las casetas de tiro.
Y las avellaneras mostraban su rica mercancía de rosquillas, almendras garrapiñadas y las avellanas a la luz de las lámparas de carburo.
Y el pueblo era una fiesta para nativos y visitantes y la hospitalidad generosa para quienes de otros pueblos acudían en busca de alegría y diversión.
Y la noche de San Juan se llenaba de alegría y amor.
Jorge, desde su atalaya, buscó el lugar donde habitaba el recuerdo de ella.
Y este se llenó de risas y canciones.
Miró al cielo y pensó que con toda seguridad en su día ya no muy lejano moriría en este valle que le vio nacer.

José Luis Solar Peña
Extraído del libro “Entre Versos”, del Otoño Cultural 2003

viernes, 18 de enero de 2013

LAIA BAJO LAS SÁBANAS

Empujé la puerta: un sucio espejo con pomo de cobre.
Dentro, bajo las exiguas luces, pude distinguir a cuatro o cinco chicas. Todas eran negras o quizá mulatas, y estaban acompañadas. Me hice hueco en la barra y le pedí una cerveza a la camarera, una rubia bajita. Cuando la rubia dejó el tubo de cerveza sobre el mostrador me sonrió. Tenía la boca podrida.
Observé el oscuro salón reflejado en el espejo de detrás de la barra, luego mi rostro como centro de aquel universo infame. Pasar un rato con una chica de ésas no era la solución. Además, mi economía estaba destrozada y necesitaba ese dinero. Miré la cerveza. Pensé en apurarla e irme, pero cuando levanté el vaso escuché como alguien pronunciaba mi nombre. Reconocí su voz. ¡Dios mío! ¡Laia! Me volví.
Me besó las mejillas, arrastró un taburete y se sentó frente a mí. Tras unos minutos de charla, se levantó y fue a hablar con alguien. Cuando regresó me dijo:
- Con lo que tienes nos dejan pasar media hora juntos.
Subimos a un cuartucho despreciable. Había un bidé y una cama ruinosa.
Hablamos. Al principio le supliqué para que volviera. Le dije que la dejaría ser puta si eso es lo que deseaba. Yo mismo haría las faenas de la casa, la compra, la comida. Pero ella me contestó que no, que ese no era el problema, que además estaba con un chico al que amaba.
- ¿Y él te quiere a ti? ¿Cómo es posible que te quiera y a la vez permita que estés metida en este antro?
Insistió en que se prostituía sólo de forma pasajera, para salir de un bache económico. Dijo que su chico se negaba enérgicamente, pero no me pareció creíble. Consumida la media hora, cada cinco minutos, alguien golpeaba la puerta por detrás y no decía nada.
Cuando salí de allí, estuve dando vueltas con mi coche hasta que quedó libre un aparcamiento frente al local. Aparqué y esperé. Fumaba cigarrillos con la ventanilla abierta. Cada cierto tiempo encendía la radio y luego la apagaba.
Al cabo de unas horas salieron algunas negras y luego salió Laia. La acompañaba la otra chica blanca, la camarera. Al ver mi coche, se acercó a la ventanilla. Con rostro trágico me pidió que no la obligara a cambiar de trabajo. Le dije que quería pasar con ella el resto de la noche. A cambio prometí dejarla en paz.
Se alejó para despedirse de la camarera. Luego hizo una llamada desde su teléfono móvil. Subió a mi coche y dijo:
- Está bien. Pero a cambio no te quiero volver a ver por este sitio.
- Acepto.
- Esto no ha cambiado mucho – decía mientras subíamos al tercero sin ascensor donde yo vivía.
Yo subía detrás y observaba su trasero, cada vez más delgado. Vestía una falda roja, mínima. Pese a ello, seguía pareciéndome distinguida.
Ya en la habitación pudo comprobar que todo seguía en su sitio, como si se hubiera marchado ayer. Pero había ceniceros llenos de colillas por todas partes. Guardó en el bolso una foto de su madre que seguía sobre la cómoda.
Antes de quedarse dormida me dijo que a las diez la despertara. Yo no dormí, sólo me dediqué a escuchar su respiración.
Cuando el sol comenzó a colarse por los agujeros de la persiana rota, tapé el marco de la ventana con una manta gruesa y marrón, haciendo el menor ruido posible al sujetarla con clavos a la pared.
A las diez estuve a punto de despertarla pero lo hice a las doce. Antes, en un bar del barrio, había encargado el desayuno. Lo subí en una bandeja. Zumo de naranja, bocadillo de jamón serrano, café con leche y ensaimada. Dejé la bandeja sobre la mesilla. Cuando me preguntó por la hora, le dije que eran las doce.
- ¡Estás loco! ¡Tenías que despertarme a las diez! ¡Tony estará desesperado! Se levantó sacudiendo la cabeza y fue hacia la silla donde se encontraban todas sus pertenencias. Buscó en el bolso su teléfono móvil y se enfadó más porque yo se lo había apagado. Argumenté que lo había hecho por ella, para que nada violentara su sueño.
- Ahora ven, siéntate, cómete el desayuno y te llevo después a tu casa.
- ¡Tú no me llevas a ninguna parte, tarado! Me tomaré el desayuno, eso sí; pero me voy al metro. Y júrame por dios que nunca más aparecerás por mi trabajo.
Yo asentí mientras doblaba la almohada en la cabecera.
- Siéntate y apoya la espalda. Y come. Te voy a calentar el café.
Cuando volví Laia acababa su bocadillo. Le eché los azucarillos al café con leche y puse la taza sobre la bandeja.
- Muy caliente, como a ti te gusta – le dije.
La observé mientras lo bebía, a pequeños sorbos. Su ánimo lentamente se iba apaciguando.
Cuado acabó retiré la bandeja a la cocina. De nuevo en la habitación, la besé. Laia sonrió complacida. Me confesó que hacía tiempo que nadie la trataba así y asintió con la cabeza para que me tumbara a su lado.
Al principio sentí reparos en tocarla. Luego acaricié su pelo, sus mejillas, todo su cuerpo. Apagué la luz y me dormí junto a ella.
Su piel era pálida como una almendra. No me cansé de contemplar sus ojos grandes, verdes, tristes, suavemente ojerosos. La admiré por las mañanas, por las tardes y por las noches durante cinco días. Le leí todos los poemas que había compuesto en su ausencia. También le dije todas las cosas hermosas que me gustaría haberle dicho. Le pedía perdón cada vez que utilizaba el dinero que trajo en el bolso para comprar comida; le decía que comprendiera, que utilizar mi tiempo ahora en conseguir dinero me quitaría horas de su presencia. En una de mis últimas salidas, sorprendí a unos de esos esquivos vecinos curioseando para saber qué estaba ocurriendo en mi piso.
Al final llegó el día porque la felicidad nunca es perpetua.
La claridad del sol me había despertado. Contemplé una vez más su cuerpo bajo las sábanas, su cara cada vez más pálida, sus lindos ojos siempre tristes y serenos. Salí del cuarto y cerré la puerta. Me asomé a la ventana del salón. Daba a un callejón donde sólo se veía la pared de otro edificio a cuatro metros, con pequeñas ventanas y alguna ropa tendida. Me quedé un rato observando a los gatos, grises como la pared. Debía tomar una decisión con respecto a Laia: el olor comenzaba a ser insoportable.

Relato ganador del IX Certamen de Relatos Cortos Letras del Sur de San Roque (Cádiz).
Candido Mojarro

viernes, 11 de enero de 2013

LA CITA

Detuvo su vehículo cuando la luz del semáforo dio el rojo, aprovechó la pausa del momento para acomodar el espejo retrovisor, revisar que el delineador de ojos no se hubiese corrido y que el labial fresa siga resaltando sus carnosos labios. Si bien no le extrañó demasiado que su novio la haya convocado tan repentinamente a un encuentro, después de todo el muchacho solía ser una caja de sorpresas, tenía muchas incógnitas por el motivo de aquella misteriosa cita. En su mente comenzaron a divagar las ideas más dispares, tal vez su novio quería formalizar la relación, eso era factible, hacía unos años que habían iniciado el noviazgo y pensar en irse a vivir juntos no sería ninguna locura, él tenía un buen pasar económico, ella trabajaba y estudiaba a la vez, el proyecto de vivir juntos era algo lógico. Alguien le tocó bocina haciéndole señas para que mueva su auto, el semáforo había cambiado de color hacia varios segundos.
Continuó con su marcha hacia el lugar acordado, las dudas seguían invadiendo su cabeza, ¿Para qué me habrá citado? ¿Por qué no me lo dijo por teléfono? ¿Qué necesidad encontrarnos tan lejos? ¿Y por qué tanta insistencia en la puntualidad? Entonces se le ocurrió que tal vez él querría terminar con la relación, sonaba probable, buscar un ambiente distante, ninguno de los lugares donde solían encontrarse para pasar buenos momentos. Por supuesto, tenía que ser eso, él ya se habría cansado de este noviazgo, recordó una pelea que habían tenido hacía solo unos días, no fue nada serio en ese momento, pero al recordarlo se detuvo en los pequeños detalles, recordó cuan molesto se sintió él y como habían discutido, pero después se reconciliaron de la mejor manera, entonces no podía ser aquella discusión un motivo para terminar la relación. Su corazón comenzó a angustiarse y a medida que conducía con destino al lugar la ansiedad crecía más y más.
Apenas faltaban unos pocos metros para llegar a aquella esquina donde la había citado que una aglomeración de autos no permitió que continuase con su marcha, pensó que se trataría de un embotellamiento pero pronto descartó la idea, la presencia de luces rojas y azules indicaban que se trataba de un accidente, ¡Justo en el lugar del encuentro! ¡Qué complicado seria encontrar ahora a su novio! Se detuvo detrás de la gran cola de autos que tocaban bocina reclamando por el paso bloqueado, sacó su celular y lo llamó por teléfono para preguntarle si ya había llegado, pero no contestaba, sonaba y sonaba, pero nada. Comenzó a inquietarse, decidió bajar del auto y dirigirse de a pie hacia el punto de encuentro, veía a la gente alborotada y curiosa en sus autos, las sirenas que sonaban y las luces de una ambulancia que marcaban el drama el momento.
Una profunda expresión de horror reflejó el rostro de la muchacha al ver que el auto accidentado no era otro que el de su novio, corrió rápidamente en dirección hacia el vehículo pero no pudo llegar hasta él, dos policías la detuvieron a centímetros del auto destrozado, le dijeron que ahí no había nadie y le preguntaron a quien buscaba, con la voz entrecortada por la agitación y la desesperación, dijo el nombre de su novio quien era el propietario de ese auto, entonces los uniformados le dijeron que el muchacho que había tenido el accidente estaba siendo atendido por varios paramédicos en donde estaba la ambulancia.
Allí se dirigió la chica acompañada por uno de los policías que intentaba contenerla en su desesperación, pero en vano fue todo, cuando llegó al lugar, el cuerpo de su novio estaba inerte sobre una camilla, bañado en sangre y con la ropa totalmente rasgada. Los paramédicos se apresuraron a hablar con la muchacha diciéndole que habían intentado revivirlo pero nada pudieron hacer, el accidente había sido fatal.
Una multitud conmovida rodeaba la dramática escena, la chica llorando sin consuelo, gritaba al viento cuanto amaba a su muchacho y cuanto lamentaba que hubiese partido.
Entonces, abriéndose paso entre la complicidad de los espectadores, el novio de la chica caminó con sus vendajes colgando, las manchas de sangre en el cuerpo y un ramo de rosas rojas entre sus manos, llegó hasta ella que se encontraba de espaldas, poniéndole una mano en el hombre la dio vuelta y le dijo mirándola a los ojos:
- Amor, todo esto fue un simulacro, quise que sintieras por un minuto nada más lo que sería tu vida sin mí. Quería saber cuánto me amabas y elegir este momento para proponerte que nos unamos para siempre. ¿Aceptarías casarte conmigo?
La muchacha, apenas saliendo del estupor, gritó con toda alegría: ¡Estás vivo! Lo abrazó y besó con desesperación, entre risas y lloros le dijo que lo mataría ella misma por lo que le había hecho. Volvió a besarlo y la respuesta a la pregunta de su chico fue un sencillo y rotundo: Si, acepto.

Inspirado en una historia real.
Fuente: Un lugar en el Mundo (Guille Silva Pilar)

martes, 1 de enero de 2013

BARRY WHITE - MY FIRST MY LAST MY EVERYTHING

Nunca he dedicado nada a Laura y hoy, día que se cumplen 27 años en que nos conocimos, 25 de ellos de feliz matrimonio, quiero dedicarla esta canción, ya que para mí es mi primera, mi última, mi todo y la respuesta a todos mis sueños.