Javier nos facilita este cuento, del que es autor Aurelio García González , que fue el ganador del VIII CONCURSO DE CUENTO POPULAR CAMPURRIANO FRESNO DEL RIO – CAMPOO DE ENMEDIO – CANTABRIA.
Dice así:
Matar el ‘chon’ era la especialidad del tío Fanio. Todo el pueblo acudía a él cuando, allá por San Martín, se hacía necesario ocuparse de este menester con el fin de abastecer las despensas de cada casa, ahora que el invierno se echaba encima ‘con el morru foscu’ y las nieves ya en los altos, amenazaban con descender de nivel en el momento más inesperado.
La carne curada del ‘chon’ en sus diversas especialidades: tocino, chorizo, morcilla, jamón, lomo, etc., era la base principal de la subsistencia, cuando la nieve se acumulaba durante días y nunca se sabía cuándo sería posible salir más ‘alante’ del corral, en busca de otros alimentos.
Y daba mucho de sí. Tanto que ‘mirando un pocu por ello’, es decir, cenando a menudo unas patatucas con sebo y una taza de leche recién ordeñá de la ‘Magita’, casi siempre sobraban unos cuantos chorizucos en aceite p’allá, p’al veranu. A la hora de ‘echar las diez’ en el prau, en plena faena de la siega, un chorizuco con pan y unos buenos tragos de la bota, sabían a gloria. Además, haciendo honor al adagio que reza ‘del cerdo son exquisitos hasta los andares’, no se desaprovechaba nada. Todo estaba rico y proporcionaba calorías más que suficientes para enfrentarse cada día al duro invierno.
Por eso la labor de matar el ‘chon’ nunca se olvidaba, ni se posponía más de lo estrictamente necesario. Y cuando, por San Martín, empezaban las heladas fuertes era el momento idóneo para tal menester, pues estaba garantizada la nevera natural. La única que había entonces para curar la carne.
Cuidado y alimentado durante gran parte del año con las peladuras de las patatas, bien cocidas en el calderu del ‘chon’ y acompañadas en el ‘cocinu’ con unos ‘salvaos y un pocu harinilla, ¡pocu!’, cuando llegaba el veranillo de San Martín, que para los no versados aclaramos que es alrededor del 11 de noviembre, ya había ‘cogido’ doce ó trece arrobas y estaba en su punto para ser sacrificado.
Y es aquí, cabalmente, donde arranca la singular historia que hoy pretendemos contar, ‘pa mayor gloria de Dios Nuestro Señor’ y de las tradiciones de nuestra tierra, por lo que ruego a mis amables lectores que se armen de paciencia y traten de seguirme en esta breve incursión en un pasado que en muchos hogares de Campoo es todavía presente.
El tío Fanio ya había sido avisado por ‘la su paisana’. El domingo tenía que matar el chon de casa. –Ya sabes, Fanio, que pronto empezarán a llamarte tós los vecinos pa que les mates el chon y no quiero que pase como tós los años que el nuestru se queda siempre p'al última.
Ya estaba ‘tó preparau pa después de misa’. Una botellota de orujo pa los hambrones, con unas galletas ‘pa que pase bien’, y otra, no menos grande, pero bien solapada entre los cacharros del vasar, pa las señoras, que se la iban vaciando, ‘pocu a pocu, pa no dar que decir’, mientras preparaban el mondongo de las morcillas.
Unos argumizos para requemar la piel del chon, unos cuchillos especiales para ‘raerla’ y los ‘cachos de teja’ para rematar la faena, frotando con ellos aquella piel previamente quemada y remojada con agua. Con todos estos requisitos se pretendía, y se lograba, que en el momento de abrirlo en canal, el chon pareciera recién salido de la barbería. Así de limpiu y acicalau quedaba. Todo estaba ya allí esperando la hora del sacrificio.
Del cuchillu de matar no había que preocuparse. Lo llevaba siempre, a cada casa, el tío Fanio. Bien afilau pa no hacer sufrir al ‘probe bichu’ sino lo estrictamente necesario. En esto era muy meticuloso: -Yo no conozco más cuchillu de matar que el míu. El chon no tardará en abandonanos ni un segundu más de la cuenta. Te lo digo yo que ya he ‘matao la parte’ con él.
Sobre ese particular el tío Fanio era presuntuoso. –Pos a pocu que me apuréis –había comentado más de una vez en la taberna del pueblo- yo sólu mataría cualquier chon. Sin ayuda de nadie. A no ser que sea grande como una vaca y, aún así, habría que ‘velo’. -Sus convecinos no osaban contradecirle. Aunque les parecía una fantochá no se lo discutían por si acaso. Conocían muy bien sus habilidades. Y sus fallos. De él podía esperarse cualquier cosa. Y eso fue lo que sucedió aquél domingo. Cualquier cosa.
A las siete de la mañana todo el pueblo se fue a la iglesia. Había que cumplir con el precepto dominical. Todos menos el tío Fanio. Él era, ‘de suyo’, un poco roju y toas esas cosas de la iglesia ‘como que no le tiraban muchu’. La su parienta ya lo había dejao por imposible: -¡Te vas a condenar, neciu! Irás al infiernu de cabeza.
El caso es que mientras todo el pueblo estaba en misa, como queda dicho, el tío Fanio se propuso hacer bueno lo que tantas veces había dicho en la taberna: matar el chon, él sólu, pa dejar boquiabiertos a tós los vecinos cuando lo vieran a la salida de misa. Y así, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso manos a la obra. Cuerda en ristre se metió en el cubil y en un periquete trabó al chon de tal modo que éste se dejó arrastrar hasta la mesa sin resistencia apreciable, aunque con tan desaforados gruñidos que los que estaban en la iglesia se miraban unos a otros no menos espantados que interrogantes.
Con ayuda de otra cuerda que previamente había pasado por la viga en la vertical de la mesa, alzó el chon hasta ésta, sin grandes esfuerzos al parecer. -Lo pior ya está hecho -se dijo satisfecho y orondo-. Ahora sólo tengo que amarrar bien esta cuerda a la balaustrá de la escalera y listo. ¡A pinchale!
Con su habitual destreza pinchó en el lugar exacto, a pesar de los inevitables movimientos del chon, que se redoblaron al sentir éste el aguijonazo del acero. Y aquí empezó lo que para cualquiera que no fuera el tío Fanio hubiera sido una tragedia y para él sólo fue una anécdota. En una de las innumerables tarascás del chon la balaustrada cedió.
Y mientras el tío Fanio removía cachazudamente la sangre para que no se coagulase, el chon se levantó de la mesa como una exhalación y arrastrando consigo una buena parte de la balaustrada salió por la puerta abierta del corral como alma que se lleva el diablo.
Ante los pasmados ojos de los vecinos, que en ese momento salían de la iglesia, pasó al galope tendido un chon que, dejando un reguero de sangre, arrastraba una balaustrada carretera abajo. Y mientras, atónitos, comentaban el suceso, apareció por la puerta ‘del su corral’ el tío Fanio ¡con la pareja recién ‘uncía’ tirando del carro!
-¡No hace falta que nadie me diga pa ónde ha tirao el chon! Así que tós a callar, que esi mu lejos no ha ido. ¡Si lo sabré yo! Y dicho ésto dirigió a las vacas carretera abajo siguiendo el rastro de sangre.
Algunos se preguntaban cómo se las arreglaría el tío Fanio para cargar en el carro un chon de casi trece arrobas. Y para salir de dudas lo siguieron solapadamente para no herir su sensibilidad. A no más de doscientos metros, tras la curva, vieron detenido el carro. El tío Fanio destrabó a la pareja uncida del carro y calzó ésti bien calzau, ‘argallándolo’ después. Amarró una cuerda al yugo, pasóla por encima del carro y, por detrás la amarró a las patas del chon, que, tal como vaticinara el tío Fanio, ya había fallecido con tós los honores. Y a continuación arreó a las vacas que en un periquete arrastraron al chon ‘cuesta arriba por el carru argallau’, hasta tenerlo encima. Luego tó fue coser y cantar. Bajar el cabezón hasta apoyarlo en el ‘rapaz’, volver a enganchar las vacas, echar arriba el ‘cachu balaustrá’ y hacer la entrada triunfal en el pueblu, orgulloso y circunspecto, saludando a tós pa hacerse notar debidamente y pa que se fijaran, de pasu, en la hermosura de chon que traía en el carro.
No faltaron algunos cometarios ‘con perdigón loberu’: -Pero Fanio, por Dios, ¡mira que aprovecharte de que tós estamos en misa pa afanar un chon! Vaya pelaje que estás descubriendo. ¡Quién lo iba a decir, hombre!
-El chon nos lo vamos a comer yo y la Ción, así que no insistáis por esi caminu. Pero si algunu viene por casa, está invitao a un pelotazu de orujo y así, de pasu, veréis el morru que me pone la mencioná. Ya habrá visto la balaustrá rota. Que Dios me pille confesau. Por suerte el chon está bien muertu y no podrá testificar en contra mía. Ya no serán dos contra unu… gruñendo.
“La vejez quizá nos libre de la tiranía de
algunas pasiones, pero no nos librará
de echarlas de menos.”
Manuel Alcántara
PRIMER PREMIO.
VIII CONCURSO DE CUENTO POPULAR CAMPURRIANO.
FRESNO DEL RIO – CAMPOO DE ENMEDIO – CANTABRIA.
Autor: Aurelio García González – (OILE – RUA).
18 de marzo de 2007.
Dice así:
Matar el ‘chon’ era la especialidad del tío Fanio. Todo el pueblo acudía a él cuando, allá por San Martín, se hacía necesario ocuparse de este menester con el fin de abastecer las despensas de cada casa, ahora que el invierno se echaba encima ‘con el morru foscu’ y las nieves ya en los altos, amenazaban con descender de nivel en el momento más inesperado.
La carne curada del ‘chon’ en sus diversas especialidades: tocino, chorizo, morcilla, jamón, lomo, etc., era la base principal de la subsistencia, cuando la nieve se acumulaba durante días y nunca se sabía cuándo sería posible salir más ‘alante’ del corral, en busca de otros alimentos.
Y daba mucho de sí. Tanto que ‘mirando un pocu por ello’, es decir, cenando a menudo unas patatucas con sebo y una taza de leche recién ordeñá de la ‘Magita’, casi siempre sobraban unos cuantos chorizucos en aceite p’allá, p’al veranu. A la hora de ‘echar las diez’ en el prau, en plena faena de la siega, un chorizuco con pan y unos buenos tragos de la bota, sabían a gloria. Además, haciendo honor al adagio que reza ‘del cerdo son exquisitos hasta los andares’, no se desaprovechaba nada. Todo estaba rico y proporcionaba calorías más que suficientes para enfrentarse cada día al duro invierno.
Por eso la labor de matar el ‘chon’ nunca se olvidaba, ni se posponía más de lo estrictamente necesario. Y cuando, por San Martín, empezaban las heladas fuertes era el momento idóneo para tal menester, pues estaba garantizada la nevera natural. La única que había entonces para curar la carne.
Cuidado y alimentado durante gran parte del año con las peladuras de las patatas, bien cocidas en el calderu del ‘chon’ y acompañadas en el ‘cocinu’ con unos ‘salvaos y un pocu harinilla, ¡pocu!’, cuando llegaba el veranillo de San Martín, que para los no versados aclaramos que es alrededor del 11 de noviembre, ya había ‘cogido’ doce ó trece arrobas y estaba en su punto para ser sacrificado.
Y es aquí, cabalmente, donde arranca la singular historia que hoy pretendemos contar, ‘pa mayor gloria de Dios Nuestro Señor’ y de las tradiciones de nuestra tierra, por lo que ruego a mis amables lectores que se armen de paciencia y traten de seguirme en esta breve incursión en un pasado que en muchos hogares de Campoo es todavía presente.
El tío Fanio ya había sido avisado por ‘la su paisana’. El domingo tenía que matar el chon de casa. –Ya sabes, Fanio, que pronto empezarán a llamarte tós los vecinos pa que les mates el chon y no quiero que pase como tós los años que el nuestru se queda siempre p'al última.
Ya estaba ‘tó preparau pa después de misa’. Una botellota de orujo pa los hambrones, con unas galletas ‘pa que pase bien’, y otra, no menos grande, pero bien solapada entre los cacharros del vasar, pa las señoras, que se la iban vaciando, ‘pocu a pocu, pa no dar que decir’, mientras preparaban el mondongo de las morcillas.
Unos argumizos para requemar la piel del chon, unos cuchillos especiales para ‘raerla’ y los ‘cachos de teja’ para rematar la faena, frotando con ellos aquella piel previamente quemada y remojada con agua. Con todos estos requisitos se pretendía, y se lograba, que en el momento de abrirlo en canal, el chon pareciera recién salido de la barbería. Así de limpiu y acicalau quedaba. Todo estaba ya allí esperando la hora del sacrificio.
Del cuchillu de matar no había que preocuparse. Lo llevaba siempre, a cada casa, el tío Fanio. Bien afilau pa no hacer sufrir al ‘probe bichu’ sino lo estrictamente necesario. En esto era muy meticuloso: -Yo no conozco más cuchillu de matar que el míu. El chon no tardará en abandonanos ni un segundu más de la cuenta. Te lo digo yo que ya he ‘matao la parte’ con él.
Sobre ese particular el tío Fanio era presuntuoso. –Pos a pocu que me apuréis –había comentado más de una vez en la taberna del pueblo- yo sólu mataría cualquier chon. Sin ayuda de nadie. A no ser que sea grande como una vaca y, aún así, habría que ‘velo’. -Sus convecinos no osaban contradecirle. Aunque les parecía una fantochá no se lo discutían por si acaso. Conocían muy bien sus habilidades. Y sus fallos. De él podía esperarse cualquier cosa. Y eso fue lo que sucedió aquél domingo. Cualquier cosa.
A las siete de la mañana todo el pueblo se fue a la iglesia. Había que cumplir con el precepto dominical. Todos menos el tío Fanio. Él era, ‘de suyo’, un poco roju y toas esas cosas de la iglesia ‘como que no le tiraban muchu’. La su parienta ya lo había dejao por imposible: -¡Te vas a condenar, neciu! Irás al infiernu de cabeza.
El caso es que mientras todo el pueblo estaba en misa, como queda dicho, el tío Fanio se propuso hacer bueno lo que tantas veces había dicho en la taberna: matar el chon, él sólu, pa dejar boquiabiertos a tós los vecinos cuando lo vieran a la salida de misa. Y así, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso manos a la obra. Cuerda en ristre se metió en el cubil y en un periquete trabó al chon de tal modo que éste se dejó arrastrar hasta la mesa sin resistencia apreciable, aunque con tan desaforados gruñidos que los que estaban en la iglesia se miraban unos a otros no menos espantados que interrogantes.
Con ayuda de otra cuerda que previamente había pasado por la viga en la vertical de la mesa, alzó el chon hasta ésta, sin grandes esfuerzos al parecer. -Lo pior ya está hecho -se dijo satisfecho y orondo-. Ahora sólo tengo que amarrar bien esta cuerda a la balaustrá de la escalera y listo. ¡A pinchale!
Con su habitual destreza pinchó en el lugar exacto, a pesar de los inevitables movimientos del chon, que se redoblaron al sentir éste el aguijonazo del acero. Y aquí empezó lo que para cualquiera que no fuera el tío Fanio hubiera sido una tragedia y para él sólo fue una anécdota. En una de las innumerables tarascás del chon la balaustrada cedió.
Y mientras el tío Fanio removía cachazudamente la sangre para que no se coagulase, el chon se levantó de la mesa como una exhalación y arrastrando consigo una buena parte de la balaustrada salió por la puerta abierta del corral como alma que se lleva el diablo.
Ante los pasmados ojos de los vecinos, que en ese momento salían de la iglesia, pasó al galope tendido un chon que, dejando un reguero de sangre, arrastraba una balaustrada carretera abajo. Y mientras, atónitos, comentaban el suceso, apareció por la puerta ‘del su corral’ el tío Fanio ¡con la pareja recién ‘uncía’ tirando del carro!
-¡No hace falta que nadie me diga pa ónde ha tirao el chon! Así que tós a callar, que esi mu lejos no ha ido. ¡Si lo sabré yo! Y dicho ésto dirigió a las vacas carretera abajo siguiendo el rastro de sangre.
Algunos se preguntaban cómo se las arreglaría el tío Fanio para cargar en el carro un chon de casi trece arrobas. Y para salir de dudas lo siguieron solapadamente para no herir su sensibilidad. A no más de doscientos metros, tras la curva, vieron detenido el carro. El tío Fanio destrabó a la pareja uncida del carro y calzó ésti bien calzau, ‘argallándolo’ después. Amarró una cuerda al yugo, pasóla por encima del carro y, por detrás la amarró a las patas del chon, que, tal como vaticinara el tío Fanio, ya había fallecido con tós los honores. Y a continuación arreó a las vacas que en un periquete arrastraron al chon ‘cuesta arriba por el carru argallau’, hasta tenerlo encima. Luego tó fue coser y cantar. Bajar el cabezón hasta apoyarlo en el ‘rapaz’, volver a enganchar las vacas, echar arriba el ‘cachu balaustrá’ y hacer la entrada triunfal en el pueblu, orgulloso y circunspecto, saludando a tós pa hacerse notar debidamente y pa que se fijaran, de pasu, en la hermosura de chon que traía en el carro.
No faltaron algunos cometarios ‘con perdigón loberu’: -Pero Fanio, por Dios, ¡mira que aprovecharte de que tós estamos en misa pa afanar un chon! Vaya pelaje que estás descubriendo. ¡Quién lo iba a decir, hombre!
-El chon nos lo vamos a comer yo y la Ción, así que no insistáis por esi caminu. Pero si algunu viene por casa, está invitao a un pelotazu de orujo y así, de pasu, veréis el morru que me pone la mencioná. Ya habrá visto la balaustrá rota. Que Dios me pille confesau. Por suerte el chon está bien muertu y no podrá testificar en contra mía. Ya no serán dos contra unu… gruñendo.
“La vejez quizá nos libre de la tiranía de
algunas pasiones, pero no nos librará
de echarlas de menos.”
Manuel Alcántara
PRIMER PREMIO.
VIII CONCURSO DE CUENTO POPULAR CAMPURRIANO.
FRESNO DEL RIO – CAMPOO DE ENMEDIO – CANTABRIA.
Autor: Aurelio García González – (OILE – RUA).
18 de marzo de 2007.
Muy interesante y curioso cuento Cántabro, la verdad es que esta era una tradición que la modernidad Sanitaria ha postergado al baúl de los entrañables recuerdos. Gracias por habernos regalado este hermoso cuento.
ResponderEliminarBueno, chicos: Modestia aparte, soy el autor de este relato del que me siento especialmente orgulloso. Aunque tengo más que también han sido ganadores de Concursos de Relatos costumbristas.
ResponderEliminarEn el Valle de Campoo, en el sur de Cantabria, en el que tuve la suerte de nacer,abundan estas historias, que en un pasado no muy lejano aun formaban parte de la realidad cotidiana.
Un saludo a todos los lectores de este blog, y por supuesto a su titular, a quien agradezco la publicación de este cuento, para mayor gloria de las costumbres de mi tierruca.
Oile Rua