Estoy aquí porque la directiva de La Coral de Los Corrales me lo ha pedido y yo he aceptado de mil amores. Es más, confieso que siendo un adolescente, soñé y anhelé muchas veces ser pregonero de mi pueblo, ceder mi brazo a la reina de las fiestas y robaros un poco de vuestro tiempo con mis historias sencillas. Porque los pregones tienen que ser muy simples, ya que conviene que los comprendan por igual los pueblos y los niños.
Dedico este pregón a todos los corraliegos y de manera muy directa a dos mujeres, que desconocen lo que voy a leeros y a las que quiero de verdad, aunque de manera bien distinta: a mi amiga Maruja Méndez, que está al tanto de buena parte de mi obra literaria, y que me prestó encantada de la vida, una tarde de primavera, algunos apuntes del archivo de su prodigiosa memoria para este pregón. Y a una mujer que va conmigo y que es la más cierta de las suertes buenas que conozco.
Hoy, desde la perspectiva de mi niñez, trataré de hablaros, con toda la ternura y todo el respeto, de un mosaico de gentes que desaparecidas caen inmediatamente en el olvido: gentes inocentes nacidas, unas, para provocar la carcajada de la chiquillería y otras para consumirse en su propia humanidad; gentes que han hecho de la necesidad el pan de cada día; gentes incomprendidas, que a los ojos del vecindario eran sólo gentes chifladas. En fin, gentes buenas e incorruptas que por las condiciones especiales de sus vidas, se diferencian entre sí lo menos posible y tienen en común que ninguna mereció, a los ojos de los demás, un homenaje en vida. No hagamos homenajes a los muertos porque se van a poner muy tristes por no haberlos invitado al homenaje; hagámoslos en vida y el homenajeado se sentirá feliz de haber conseguido lo que es el mayor anhelo de cualquier hijo del pueblo.
Crecí en el barrio de “Los Millonarios” o “Barrio Nuevo”. De todos los territorios de mi infancia ninguno tan mágico como la Cueva del Moro, allá por el barrio de La Contrina, donde nacía el río Muriago, nombre que tal vez guarde relación con sus aguas saladas
Para llegar a la cueva había que pasar el aserradero y cruzar un paraje solitario, con terraplenes pendientes, cubiertos de zarzas, ortigas, helechos y telarañas. Y cuando lo conseguíamos, nos pasábamos las horas buscando entradas secretas, hasta que un día, los cuatro expedicionarios, nos quedamos con la boca abierta, al divisar la cueva que imaginábamos guardaba arcones repletos de joyas y monedas de oro, que los moros habían dejado escondidos, cuando el Muriago era un río navegable, allá por los tiempos de Maricastaña. Recuerdo que, con el pretexto de que la cueva se estrechaba, me mandaron a mí, que era el más renacuajo, de avanzadilla en medio de una espesa oscuridad. De pronto, sentí que el terreno se reblandecía y tuvo que ser mi amigo Daniel, con más olfato que yo, el que tomara conciencia de que, más que arcilla blanda, lo que estábamos pisando era mierda de otros exploradores anteriores.
Aquella misma tarde, en nuestra precipitada huída, nos tropezamos con un pastor de barbas largas y con sus dos perrazos mastines, que no hicieron más que olfatearnos y salir de estampida, sin hacer caso a los silbidos de su dueño, que resultó llamarse Enrique, el Marques de Lobado; un personaje entrañable, un maestro de la vida, con el que años más tarde eché alguna parla e hice un par de entrevistas que salieron en los papeles. Enrique, el Marques de Lobado, según él, bien criado y bien educado, escuchó con deleite y socarronería, nuestra historia de buscadores de oro. Y una vez finalizada, se acarició su larga barba, nos llevó a un abrevadero para ovejas, donde lavamos nuestro calzado y sentenció: “Seréis mequetrefes, vamos hombre, andar buscando oro por merderos, cuando el mejor tesoro del mundo está en vuestra edad. El tiempo es oro, chavales, y en la niñez unas horas es una eternidad. ¡Ale, a correr por ahí, so mocarriones!”. Y nos fuimos con viento fresco, sin decir ni pío, pensando que el tío de las barbas estaba más “sonao” que una campana.
Una mañana de invierno, al salir de casa para dirigirme a las Escuelas Nacionales José María Pereda, además de los cromos “repes, metí en el bolsillo del abrigo, sólo para impresionar a mis compañeros, la casi totalidad de la colección Historia del Cine que, con tantas propinas y sisas a mi madre, estaba a punto de completar. Empezada la clase, don Enrique, el maestro, se ausentó, dejando vigilando a un alumno de los mayores, lo que propició que algunos se cambiaran chistes y otros, como yo, cromos. No hice más que sacar a la luz mi maravillosa colección de cine, cuando repentinamente se abrió la puerta, apareció don Enrique, y su enorme mano se estrelló con un Zassss en mi cara, pasando los cromos de mi mano a la del maestro, mientras la mejilla me echaba fuego.
Aquel día lo pasé a dieta y sin pegar un ojo pensando en rescatar mi colección. Al día siguiente, armándome de valor, me acerqué a la mesa de don Enrique con la intención de rogarle que me devolviera los cromos y prometerle que jamás los traería a clase. Pero, ya era tarde para suplicar, en la papelera del maestro yacían esparcidos más de un centenar de cromos rotos en mil pedazos y con ellos, todas mis ilusiones.
En aquel momento, el mundo se me hizo añicos y deseé mi muerte con una fuerza tal, que sólo fue superada por la que puse para que se muriera el maestro. Afortunadamente, ninguno de los dos deseos se cumplió. En el recreo me fui a llorar a los sótanos de la escuela, lo hice con tanto sentimiento que no tardé en mezclar lágrimas con mocos e hipidos con estremecimientos. Cuando por fin dejé de llorar, deduje por el silencio existente, que el recreo ya se había terminado, así que decidí no volver a la escuela y escaparme hasta la iglesia, donde tenía un amigo muy especial, desde el mismo día que vi la película de Marcelino pan y vino.
Entré sigiloso, tomé agua bendita en la pila de las abluciones, y me dirigí a una capilla de ambiente sobrio, con una decoración reducida a un lienzo de terciopelo granate, colocado al fondo de una enorme cruz. Me arrodillé en un reclinatorio situado frente a mi amigo, el Cristo de Victorio Macho, y le pedí que desclavara uno de los brazos y me llevara con él. De repente, sentí que una mano se posaba sobre mi hombro y me estremecí.
-Hola, hijo, ¿qué haces aquí?
-Estoy rezando-dije yo, volviéndome asustado y tropezándome con la diminuta figura del solitario señor Doroteo, organista y sacristán de la iglesia.
¿No tendrías que estar en la escuela?- me preguntó con tono afectuoso.
No sé lo que le respondí, ni siquiera sé si respondí, sólo sé que desde aquel día empecé a pensar, si no sería el señor Doroteo el que se encargaba de dar de comer al Cristo de la cruz. Pero, eso sí, más bien poco, porque el hombre de la cruz parecía el espíritu de la golosina.
Doroteo había nacido en Castromocho, en la provincia de Palencia, y se había venido a Los Corrales en 1926 para ocuparse del órgano y de las necesidades de la iglesia. Curiosamente llegó el mismo año que el escultor Victorio Macho expusiera el Cristo de Los Corrales en su estudio del Paseo de Rosales, en Madrid.
Pues bien, en 1970, cuando escribí un trabajo sobre el Cristo de Macho, acudí a pedir información al señor Doroteo que me contó que fue en las montañas de Palencia, no lejos de Paredes de Nava, la patria chica de Berruguete, donde Victorio Machó ensayó, con humildes pastores, la postura idónea del Cristo que se proponía esculpir y me confesó solemne el sacristán: “Yo era un buen amigo del pastor que Victorio escogió de modelo, sabe usted”.
Os diré, con más orgullo que vanidad, que aquel trabajo obtuvo aquel año el primer premio regional, por las fiestas de San Juan, y que llegué a memorizar del Cristo los pliegues del paño que cubre su desnudez, que conté las crenchas de su pelo, que busqué, sin éxito, la herida que supuestamente le hizo con la lanza el centurión y que no tiene corona de espinas.
Esos detalles del Cristo, seguramente, también los conocía el señor Doroteo, aquel palentino que tuvo ocho hijos, siete varones y una mujer, lo que le obligó a ejercer también de cartero; un hombre que aprendió a tocar música y a componer de forma autodidacta, que rezó más plegarias que todos los santos juntos y que pasó más tiempo en la iglesia que en su casa. Ese hombre místico, bueno, sabio y franquista hasta la médula, según algunos de sus nietos, fue el pulmón de la iglesia corraliega, gozaba del respeto de todo el mundo y, además, pisaba de puntillas para no molestar a los santos.
Cuando el sacristán enviudó, se reunieron los hijos para decidir quien se lo llevaba a casa. Y en estas cuitas estaban, cuando el señor Doroteo tomó la palabra y dijo: “No os preocupéis por mí, yo me voy al asilo, que estaré muy bien atendido por las monjitas y a dos paso de la iglesia”. Y como lo dijo, así fue. Doroteo, el hombre que admiraba a Franco, escogió para morirse el mismo año, el mismo mes y el mismo día que el Caudillo: un veinte de noviembre de 1975.
Sin embargo, al contrario que en la leyenda sobre Maese Pérez el Organista, de Gustavo Adolfo Bécquer, el órgano de la iglesia del San Vicente no se quedó mudo, porque desde hacía algún tiempo, al señor Doroteo, le había relevado otro cura, don Guillermo Álvarez Roces, que interpretaba la Tocata y Fuga de Johann Sebastian Bach con tal virtuosismo que provocaba la admiración de todos los feligreses, al menos de todos los que tenían buen oído.
Don Guillermo llegó siendo muy joven a la parroquia de Los Corrales, para ser cura coadjutor o ayudante del cura principal. Se instaló, junto con su madre, doña Germana, en una casa con huerto, anexa a las escuelas de Los Hermanos de La Salle y allí se nos reveló como un mecánico e inventor prodigioso, capaz de hacer radios de galena, coches teledirigidos, trenes eléctricos con todo lujo de detalles, fuegos artificiales y unos nacimientos con vida y movilidad sincronizada que eran la admiración de las gentes del pueblo y de centenares de visitantes por el tiempo de la Navidad.
Total que dimos en llamarle “El profesor chiflado”, no sólo por los inventos, sino por los despistes de que hacía gala hasta en el confesionario. Es probado y notorio que don Guillermo, a la hora de las confesiones se abstraía de tal manera que, más que en el confesionario, su mente solía estar por alguna galaxia elaborando, vaya usted a saber que nuevo invento, lo que le hacía nuestro confesor preferido.
Los primeros viernes de mes, se habilitaban dos confesionarios: el de Don Guillermo, que tenía más chiquillería que la cola del aceite, y el del malhumorado don Miguel al que acudían cuatro abuelas contadas. Y cuentan que alguna de las confesiones se desarrolló de esta manera:
-Ave María Purísima
-Sin pecado concebida. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última confesión?
-Hace siete días que no me confieso
-Bueno, hija, a ver, dime, ¿cuánto azúcar has robado a tu madre?
-Pero, don Guillermo, por el amor de Cristo, baje usted de la higuera, que tengo más de setenta años.
Estuviera o no en la higuera-y soy de los que piensa que los sabios pueden estar donde les de la gana-don Guillermo fue, a mi juicio, un genio, una bellísima persona, un cura moderno que nunca nos aterrorizó con las penas del infierno. Don Guillermo era de los que pensaba que Dios es de Los hombres y que los santos se hacen en la calle.
En la calle era donde se ganaban la vida Camila la renovera vendiendo golosinas en La Rasilla, junto a las barreras del tren. Solía decir la mujeruca que ella era como los caracoles, carretillo en mano y siempre con la casa acuestas, de la plaza de la Rasilla al cine Coliseum María Luisa y de allí al baile del Churrero y vuelta a empezar. Y ya hiciera un sol de justicia o cayeran chuzos de punta, ella siempre estaba con la mismo cantinela: ¡Hay “cacagüetes”, avellanas, caramelos y almendras garrapiñadas! Nunca puso Camila una mala cara a nadie pero, eso sí, defendía su feudo a capa y espada de los pícaros, porque la necesidad y el orgullo no le permitían que se la dieran con queso.
Camila, siempre con las manos en la faltriquera, acariciando las perrucas, era una mujer de constitución frágil y voluntad férrea, aunque, en ocasiones, distraída. Tuvo bastantes hijos, siete, si no estoy mal informado, que le llegaban como llegaba el sarampión o el otoño, sin pedir permiso y sin un pan debajo el brazo. Pero todos, del primero al último de su prole, los crió con el negocio de golosinas y, además, le salieron todos sanos y listos como el hambre. Hoy admiro y me entristece ese tipo de mujeres que, como Camila, siempre andan sobre el filo de la navaja, jugándose la vida a cara o cruz, sin tener tiempo para mirarse en el espejo y obligadas a sobrevivir, más que a vivir.
Yo creo, si lo pienso detenidamente, que lo que verdaderamente nos ayudaba a los niños a soportar aquel mundo de penumbras, frustración y aburrimiento era el cine. Al menos, a mí siempre me pirró el cine. La sala del Coliseum María Luisa me parecía una iglesia un poco moderna, con su pasillo central, su armonio y su coro, que, en realidad, era el gallinero o zona de general. Así que tampoco era extraño que más de una vez me santiguara, nada más traspasar la cortina roja aterciopelada.
Me acuerdo de Acisclo y de Goyo, portero y acomodador del cine María Luisa, dos personas serias, uniformadas de marrón, a las que los muchachotes tomaban el pelo, falseando la voz:
-¡Acomodador: por aquí alguien se ha “cagao”- gritaba uno.
-Pues con su pan se lo coma, contestaba el acomodador.
-Pero es que ha sido en tu madre.
Entonces se encendía la linterna, proyectando una ráfaga de luz sobre la zona de donde el acomodador presumía había salido la voz, y si persistía el haz de luz, ya estaba el jaleo servido.
Siendo un niño, conocí a un hombre que se llamaba José Luís el Vasco y al que nunca le pregunté la edad. La verdad es que era una de esas personas distintas a la mayoría y, tal vez, por ser especial, el tiempo sobre él se posaba también de forma diferente. Aún así, aventuro que estaría próximo a cumplir los cuarenta años.
José Luís el Vasco, decían que de pequeño había sufrido una meningitis, y que había venido con sus padres, procedente de Vizcaya, porque los Quijano, dueños de la empresa metalúrgica corraliega, llevados de una protección encomiable, le incluyeron en la nómina, asignándole un oficio de muy difícil catalogación y que solamente ejercía él en Los Corrales; un oficio entre jardinero y peón caminero, que consistía en sorrapear las cunetas, dado que entonces no había aceras, y en quitar la maleza que crecía al pie de las paredes, que guardaban las fincas de los Quijano.
José Luís desarrollaba su cometido de forma meticulosa, pero sin importarle el tiempo que pudiera tardar en él. En realidad los niños nunca tienen prisa y el era como un niño, pero como un niño prodigio Un día le pregunté porqué trabajaba tan despacio y me contestó que tenía que mirar muy bien donde ponía el azadillo para no matar ningún bicho y dejarlo todo como Dios manda.
Pero lo más sorprendente de José Luís, no era su humanidad, sino cuando le preguntabas: ¿cuántas son 94 por 76 ó 114 x 23? y, a los cinco segundos, te daba la misma respuesta que nosotros llevábamos resuelta en un papel.
Cinco años después, cuando volví a verlo, le pregunté cuantas eran, qué se yo, tal vez 28X97, se llevó la mano a la cabeza, haciendo un gesto como si le doliera profundamente, y por más que lo intentó no le fue posible calcularlo. A José Luís, cuando ya no tenía propiedades portentosas, le hicimos desaparecer de nuestras vidas. Pasado el tiempo, oímos que se había vuelto loco. Tal vez en última instancia lo que llamamos locura, sea sobre todo esa soledad absoluta a la que condenamos a los ya no son nuestros héroes.
Con ocasión de la Revolución de octubre de 1934 y las huelgas desencadenadas en la cornisa cantábrica, se desplazó a Los Corrales un destacamento de Guardias Civiles, con el propósito de velar por el orden constitucional. La noticia corrió como reguero de pólvora y, mujeres y hombres, se echaron a la calle para ver desfilar, con paso marcial a los defensores de la paz y del orden. Entre el inmenso gentío, se encontraba una muchacha menuda y poquita cosa, nada agraciada y con menos sesera que un mosquito, pero con buen ojo para elegir a los hombres a los que solo poseyó en su cabecita rota.
La moza se llamaba Ina Cueto y aquél día clavó los ojos en Sabino Velasco, un guardia civil raso, bien parecido y de mejor planta, a quien, con el tiempo, idealizó de tal manera, que le fue ascendiendo poco a poco de graduación, en el escalafón militar y, hasta le puso por las nubes, nombrándole capitán del ejército del aire y haciendo de la existencia de Sabino, la única razón de su vida.
Durante el tiempo que los civiles estuvieron acuartelados, Ina se ocupó de lavar la ropa de los guardias solteros, en el lavadero de la Aldea.
-Ina, ese pantalón que estás lavando es el de tu Sabino, que lo sé yo muy bien-le decía una moza que tenía ganas de música.
-¿Tú crees?-contestaba Ina, haciéndose literalmente un rosco-“Pues se lo voy a dejar como un jaspe” añadía la enamorada, mientras se dejaba los nudillos en la faena y las mozas se pasaban de risa.
El día que Sabino comenzó a salir con una muchacha del barrio, Ina centró todo su odio sobre ella, salvaguardando de toda culpa a su Sabino, al menos así me lo contaron, aunque yo dudo mucho que Ina tuviera capacidad para odiar.
Por San Migueluco, la comisión de fiestas del barrio de La Aldea, a la que pertenecía el bueno de Rompe, otro mozo sanote y espléndido, en el que Ina había puesto alma, corazón y vida, decidió establecer el concurso de Miss Aldea, donde, obviamente, se pretendía elegir a la joven más guapa y lozana del barrio; concurso que no pasó desapercibido para nuestra hero- Ina, que, en su fuero interno, comenzó a albergar ilusiones de que iba a ganarlo, siendo ella, como era, la novia de Rompe- aunque lo de novia sólo fuera cosa de su imaginación. Espectáculo cruel al que se sumaba todo el vecindario burlón.
Llegado el momento cumbre de desvelar el fallo del jurado, Ina se fue acercando sigilosa hasta las inmediaciones del templete, y cuando oyó que la elegida era Oliva Bañuelos se quedó como una estatua de sal, seguida de un coro de carcajadas. Dicen, quienes lo recuerdan, que Ina cogió tal inquina a la Bañuelos, que no se lo perdonó nunca. Yo sigo opinando que la amargura en aquella mujer duraba lo que un suspiro, afortunadamente para ella.
Tuvo que pasar un cuarto de siglo, desde la revolución de octubre, para que yo conociera a la buena de Ina. Con ella me pasó como con José Luís el Vasco, que fui incapaz de calcular su edad. Por entonces, mis compañeros y yo éramos una pandilla, una recua cruel y ella un personaje escapado del tebeo, que te lanzaba a la cara todo tipo de improperios cuando la llamabas suegra y que vivía con un hermano contrahecho, llamado Bautista, que le gustaba la taberna y, de sereno, cantaba estupendamente. La verdad es que los chiquillos nos lo pasábamos muy bien con aquel juego en el que Ina se inventaba disparates. ¡Ay, los niños, lo crueles que podíamos ser!
-Qué contenta estoy, le decía a las vecinas, ha salido en la tele mi sabino, al lado de Franco y me ha saludado y todo. ¡Qué detallista y qué guapo es mi capitán.
Cuando volaba algún avión por el cielo de Los Corrales, Ina abordaba a la primera persona que encontraba y le decía: “Hace un ratuco de na, acaba de pasar Sabino en un avión y, con el pañuelo, me ha dicho adiós. Qué hombre más bueno es mi capitán”. Y se le iban los días con los ojos perdidos en la inmensidad del cielo viendo caer la lluvia y pasar el tiempo.
Ina fue, a los ojos de los niños, al menos de los míos, una mujer intemporal, vamos que era inimaginable suponer que alguna vez hubiera tenido otra apariencia diferente a la que tenía entonces. La mujeruca se ganaba el jornal vareando la lana de los colchones a domicilio, recogiendo puntas, de las que se hacían en la fábrica Quijano y haciendo lazos. Cuando alguna vecina de la Aldea, la insinuaba que cualquier día la echaban de la casa, Ina defendía su hacienda con argumentos fantásticos.
-A mí de esta casa no me van a echar nunca, porque esta casa es de la empresa, y mi padre fue uno de los que fundó la fábrica con don José María Quijano.
La verdad es que, aunque al lado de Ina estaba la pobreza, la necesidad y el desamor, la mujer nunca tuvo ocasión de descubrirlo, a ella le preservaba de esas penurias el Dios menor que la había hecho diferente.
A veces, cuando pasaban los obreros, del turno de noche, camino de la fábrica y veían a Ina asomada al balcón, la daban las buenas noches la mar de amables, para luego gritarla lo que más rabia le daba: suegra; llamarla tal cosa era encorajinarla, hasta el punto de llegar a apedrearlos, descalabrando a más de uno. Y es que, Ina, sabedora de las triquiñuelas de los gamberros, hacía acopio de un arsenal de artillería pesada en el balcón, para que al menos no se fueran de vacío. De suerte que, a veces, los gritos de los heridos eran de tal calibre que despertaban al vecindario.
-¿Qué pasa, Ina? Cualquier día te llevan a la cárcel por abrir la cabeza a alguno- le gritaba una vecina, a lo que Ina respondía:
-La culpa la tiene ese hijo de mala madre, que me ha “llamao” suegra, y eso, lo será su madre, que yo no he parido nunca.
A Ina de la casa no la echaron jamás; fueron Palmira y Justo, un matrimonio que tenía una frutería, los que la convencieron para que se fuera al asilo del pueblo. Y Allí estuvo, mirando al cielo, por los amplios ventanales de aquel refugio, hasta que su frágil figura se extinguió, esperando que su apuesto y gallardo capitán, asomara la cabeza por la ventanilla del avión y la saludara con el pañuelo.
Juan José Crespo
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