Paulino Laguillo nos envia este trabajo de Antonio Mariscal Trujillo, Cronista Oficial de Jerez de la Frontera, con quien está en contacto desde hace unos tres años:
Cuando la tarde enrojecía la luz de la blanca primavera del pueblo, la menuda silueta de un hombre que caminaba diligente por la estrecha calleja, alteraba por unos momentos la soledad del crepúsculo.
Media docena de piezas de tela sobre su hombro y un abultado talonario con cubiertas de hojalata en la mano era todo el bagaje de un ambulante oficio: Ditero.
El hombre penetra bruscamente en una casa. Antigua casa señorial de noble y acaudalada familia de terratenientes, que un siglo atrás fuese vendida por herederos venidos a menos para ser alquilada por habitaciones. Su patio principal aún delataba la huella de un pasado esplendoroso. Viejos artesonados de madera en las galerías; en sus paredes, entre múltiples desconchones, restos de lo que un día fuesen bellísimos frescos. Una docena de hermosas columnas corintias de mármol blanco sostenían otros tantos arcos de medio punto, adornados éstos con profusas yeserías ya casi tapadas por infinitas capas de cal. Todo en aquella casa daba fe de lo efímeras que son de las riquezas.
Casas de vecinos, patios andaluces, centros de reunión, ocio, comadreo y folclore. Ágoras de implacable audiencia donde se juzgaban actitudes comportamientos y pecados; pero también espacio abierto a la solidaridad en caso necesario. Como mudo testigo de ese pequeño universo, un viejo níspero rodeado de macetas con azucenas y geranios en el que habitaba un camaleón.
A la puerta de la casa el hombrecillo cargado con su mercancía al hombro se asoma y lanzando una gran voz exclama: ¡el diteroooo!.
En pocos segundos y como soldados al toque de fajina, media docena de mujeres bajan por la escalera de piedra roja. El ditero suelta su pesada carga sobre una vieja silla de anea, y abriendo su talonario anota cuidadosamente las monedas que cada una de las mujeres le va entregando. Operación repetida cada día entre su modesta clientela por las distintas casas del barrio.
Terminada la diaria recaudación, Manolín que así se llamaba el ditero, con habilidad pasmosa coge su mercancía y la carga sobre el hombro con la misma rapidez que un soldado haría lo propio con su fusil. En esto se oye la voz de una muchacha que desde el piso de arriba exclama: ¡Manolín espera!
- ¿Qué quieres Carmela?
- Mira que he visto ese percal estampado y si me lo dejas arregladito te compro cuatro metros.
- ¿A cuanto me lo vas a dejar?
- A dos duros el metro, contesta el ditero sin titubeo
- ¿A dos duros? ¡Que barbaridad, anda que no eres carero ni ná! A lo mejor te has creído que yo soy la marquesa de la casa grande.
- Mira Carmelita, una tela como esta no la encuentras en ninguna tienda por este dinero, y aunque así fuera, la tendrías que pagar con el dinero en la mano, y a mí sabes que me la puedes pagar cuando quieras.
Carmela dejó volar su imaginación de adolescente y se vio por unos momentos en al paseo de la Alameda con su vestido de percal estampado ajustando su menudo talle. Este iba a ser el verano de su vida, el que tantas veces soñara. Iba a encontrar el ansiado amor, su príncipe azul. Apuesto galante, cariñoso, educado..., no uno de esos jóvenes incultos como los que vivían en su calle. Su amor no sería un tipo vulgar como ellos, sería por lo menos escribiente. Si de esos que trabajan en oficinas y van siempre con corbata y cuello almidonado.
Todos sus sueños desfilaron por unos instantes por su romántica cabecita, y extasiada quedó al contemplar tras una nube blanca de algodón a un apuesto galán que, cogiéndola de la mano, la invitaba a subir a una soberbia carroza la conduciría hasta una preciosa capilla donde estaban preparados los desposorios.
El ditero a su vez, mirando las flores dibujadas en la tela vio como entre ellas aparecía un luminoso escaparate que decía: “Tejidos Manolín”. En el interior, un precioso mostrador abarrotado de gente que compraban y pagaban al contado en una caja registradora en la que se encontraba Carmela ya convertida en su esposa.
Carmela y Manolín despertaron de sus sueños y aquellos cuatro metros de percal, con la llegada del estío, hicieron realidad el afán de la niña y en el paseo de la Alameda su escribiente encontró.
Cuatro años de noviazgo. Juventud de renuncias para formar hogar, y cada peseta invertida en ajuar. Piso en apartado barrio, boda de blanco en la Colegial. Convite, invitados, marcha nupcial, luna de miel en Granada, el sueño hecho realidad. Cinco hijos tuvieron a razón de uno anual.
Y los años pasaron, los hijos crecieron, los cincuenta Carmela cumplió trabajando hasta la extenuación. Cocina, lava, plancha, friega...
El tiempo pasó
la belleza marchitó.
la sonrisa borró,
y las noches quedaron sin amor.
Padres que un día se fueron,
añoranza de patios en flor.
Veranos en la Alameda,
bella melodía olvidó.
Noche andaluza estrellada,
luna que tal vez menguó.
Bata de percal estampada,
breve cintura guardó.
Manolín ya no vocea en el portal,
ahora tiene tienda en la calle principal.
Trajes de marca,
algodón arrugado,
prendas de lana y tergal.
Escaparate luminoso,
tarjeta de plástico para cobrar.
Ya no tiene talonario con tapas de metal,
sólo espalda dolorida, viejo de tanto luchar.
Cicatrices en el alma,
ilusiones de amor perdidas.
Caudales conquistó,
pero felicidad nunca halló.
Niña adolescente, hombre trabajador,
que un día en un patio soñaron con un futuro mejor.
Antonio Mariscal Trujillo
Cuando la tarde enrojecía la luz de la blanca primavera del pueblo, la menuda silueta de un hombre que caminaba diligente por la estrecha calleja, alteraba por unos momentos la soledad del crepúsculo.
Media docena de piezas de tela sobre su hombro y un abultado talonario con cubiertas de hojalata en la mano era todo el bagaje de un ambulante oficio: Ditero.
El hombre penetra bruscamente en una casa. Antigua casa señorial de noble y acaudalada familia de terratenientes, que un siglo atrás fuese vendida por herederos venidos a menos para ser alquilada por habitaciones. Su patio principal aún delataba la huella de un pasado esplendoroso. Viejos artesonados de madera en las galerías; en sus paredes, entre múltiples desconchones, restos de lo que un día fuesen bellísimos frescos. Una docena de hermosas columnas corintias de mármol blanco sostenían otros tantos arcos de medio punto, adornados éstos con profusas yeserías ya casi tapadas por infinitas capas de cal. Todo en aquella casa daba fe de lo efímeras que son de las riquezas.
Casas de vecinos, patios andaluces, centros de reunión, ocio, comadreo y folclore. Ágoras de implacable audiencia donde se juzgaban actitudes comportamientos y pecados; pero también espacio abierto a la solidaridad en caso necesario. Como mudo testigo de ese pequeño universo, un viejo níspero rodeado de macetas con azucenas y geranios en el que habitaba un camaleón.
A la puerta de la casa el hombrecillo cargado con su mercancía al hombro se asoma y lanzando una gran voz exclama: ¡el diteroooo!.
En pocos segundos y como soldados al toque de fajina, media docena de mujeres bajan por la escalera de piedra roja. El ditero suelta su pesada carga sobre una vieja silla de anea, y abriendo su talonario anota cuidadosamente las monedas que cada una de las mujeres le va entregando. Operación repetida cada día entre su modesta clientela por las distintas casas del barrio.
Terminada la diaria recaudación, Manolín que así se llamaba el ditero, con habilidad pasmosa coge su mercancía y la carga sobre el hombro con la misma rapidez que un soldado haría lo propio con su fusil. En esto se oye la voz de una muchacha que desde el piso de arriba exclama: ¡Manolín espera!
- ¿Qué quieres Carmela?
- Mira que he visto ese percal estampado y si me lo dejas arregladito te compro cuatro metros.
- ¿A cuanto me lo vas a dejar?
- A dos duros el metro, contesta el ditero sin titubeo
- ¿A dos duros? ¡Que barbaridad, anda que no eres carero ni ná! A lo mejor te has creído que yo soy la marquesa de la casa grande.
- Mira Carmelita, una tela como esta no la encuentras en ninguna tienda por este dinero, y aunque así fuera, la tendrías que pagar con el dinero en la mano, y a mí sabes que me la puedes pagar cuando quieras.
Carmela dejó volar su imaginación de adolescente y se vio por unos momentos en al paseo de la Alameda con su vestido de percal estampado ajustando su menudo talle. Este iba a ser el verano de su vida, el que tantas veces soñara. Iba a encontrar el ansiado amor, su príncipe azul. Apuesto galante, cariñoso, educado..., no uno de esos jóvenes incultos como los que vivían en su calle. Su amor no sería un tipo vulgar como ellos, sería por lo menos escribiente. Si de esos que trabajan en oficinas y van siempre con corbata y cuello almidonado.
Todos sus sueños desfilaron por unos instantes por su romántica cabecita, y extasiada quedó al contemplar tras una nube blanca de algodón a un apuesto galán que, cogiéndola de la mano, la invitaba a subir a una soberbia carroza la conduciría hasta una preciosa capilla donde estaban preparados los desposorios.
El ditero a su vez, mirando las flores dibujadas en la tela vio como entre ellas aparecía un luminoso escaparate que decía: “Tejidos Manolín”. En el interior, un precioso mostrador abarrotado de gente que compraban y pagaban al contado en una caja registradora en la que se encontraba Carmela ya convertida en su esposa.
Carmela y Manolín despertaron de sus sueños y aquellos cuatro metros de percal, con la llegada del estío, hicieron realidad el afán de la niña y en el paseo de la Alameda su escribiente encontró.
Cuatro años de noviazgo. Juventud de renuncias para formar hogar, y cada peseta invertida en ajuar. Piso en apartado barrio, boda de blanco en la Colegial. Convite, invitados, marcha nupcial, luna de miel en Granada, el sueño hecho realidad. Cinco hijos tuvieron a razón de uno anual.
Y los años pasaron, los hijos crecieron, los cincuenta Carmela cumplió trabajando hasta la extenuación. Cocina, lava, plancha, friega...
El tiempo pasó
la belleza marchitó.
la sonrisa borró,
y las noches quedaron sin amor.
Padres que un día se fueron,
añoranza de patios en flor.
Veranos en la Alameda,
bella melodía olvidó.
Noche andaluza estrellada,
luna que tal vez menguó.
Bata de percal estampada,
breve cintura guardó.
Manolín ya no vocea en el portal,
ahora tiene tienda en la calle principal.
Trajes de marca,
algodón arrugado,
prendas de lana y tergal.
Escaparate luminoso,
tarjeta de plástico para cobrar.
Ya no tiene talonario con tapas de metal,
sólo espalda dolorida, viejo de tanto luchar.
Cicatrices en el alma,
ilusiones de amor perdidas.
Caudales conquistó,
pero felicidad nunca halló.
Niña adolescente, hombre trabajador,
que un día en un patio soñaron con un futuro mejor.
Antonio Mariscal Trujillo
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