Adolfo Palacios González, hijo de Jesús y Mari Carmen, de los que guardo un grato recuerdo de cuando eran vecinos míos del Barrio de Los Millonarios de Los Corrales, nos deleita con la particular versión de sus años infantiles en “aquel” Corrales que añoramos los de nuestra generación:
Alguien dijo que en el pasado no merece la pena recrearse, ni siquiera en el pasado de hace un minuto. Es innegable que, esto, hasta cierto punto es verdad, pero también hay cosas que son naturales, como volver la vista atrás por ejemplo para entenderse mejor a sí mismo. Parece que es una función natural incluso de los animales, volver sobre las cosas o sobre ciertas cosas, como aquella elefanta que volvía al lugar donde había muerto su madre, y volteaba y acariciaba el cráneo ya reseco, con su trompa, por largos ratos. Para quien vive en la sensación de entenderse muy bien a sí mismo, y a su vida, tal ejercicio puede no tener ningún interés, pero para quienes el “yo y la circunstancia” es claramente un hueso duro de roer, bucear en el pasado, y hallar o creer hallar ciertas claves, ciertas estructuras, puede ser fructífero. No digo que el entendimiento se consiga; pero negárselo a quien se siente en la necesidad, sólo sería propio de un régimen bruto y antipático. Recuerdo un chiste de El Roto en el que están dos, en un bar, y dice uno de ellos, el pensativo: “Desde luego, no entiendo nada de lo que está pasando. No lo entiendo”. Y contesta el compañero: “¡Venga ya, no te las des de intelectual!”... Un poco así ocurre con las sensaciones y los recuerdos; tratar de ordenarlos, hilándolos con datos históricos, es tan normal que, reprimirlo, sería como negar la legitimidad de la estética porque ya tenemos el arte, o negar la filosofía de la ciencia porque ya la ciencia misma va en busca de la verdad.
Claro que hay quien simplemente tiene mala memoria. Entonces, muerto el perro, se acabó la rabia.
Puede que a alguien más que a mí sirvan estos renglones. Así que, sin más, comienzo:
En Corrales, cuando yo era joven, había bastantes lugares que eran interesantes. Interesantes por su belleza, por lo que aprendías en ellos, por las expectativas que te creaban... Lugares a los que, hoy día, ya no se puede acceder tan fácilmente. Estoy hablando de los años sesenta-setenta, los de mi infancia. Se trataba de sitios atractivos, con encanto, en los que podías entrar con cierta libertad; con entera libertad a veces. Algunos eran sitios grandes, otros eran pequeños; unos eran entornos naturales, otros eran artificiales; unos eran abiertos, otros cerrados... En todo caso, hablo de rincones, enclaves, “atmósferas”, que constituían una fuente de deleite casi cotidiano y que aportaban riqueza, y potencia, a la vida del pueblo, y a la formación de los jóvenes.
A esos lugares, como digo, se les han ido poniendo puertas. Poco a poco, vallas, cerraduras, cerramientos y sistemas de todo tipo han ido haciendo que, hoy, resulten de más difícil acceso. Otros lugares, simplemente, han desaparecido. Y no veo que ahora haya nada equivalente a ellos. Si comparo la situación pasada con la actual, se me antoja que ésta es de privatización, de restricción, de encastillamiento; abandono, destrucción, fealdad.
No creo que se trate, esto que os expongo, de una visión llevada de la nostalgia o del inmovilismo; el pueblo era entonces, sin duda para mí pero seguro que también para muchos, una especie de parque temático, no de la excitación y la sorpresa, sino del sosiego y la cultura.
Rodríguez de la Fuente decía que el Paleolítico debió de ser la época más feliz para los niños. Conociendo su infancia, podemos suponer por qué lo decía: los niños, en el Paleolítico, seguramente tenían libertad para meterse en todos los sitios. En el “divide y vencerás” que actualmente padecemos, ¿quién ha vencido? Ha vencido el aburrimiento, el estupor, la incomunicación. Así lo veo yo. Han perdido la libertad, el encuentro, el ideal. “Rodríguez de la Fuente era un poco demasiado místico”, se me puede contestar. Bueno, pues no sé, porque por otro lado conocía el mundo mejor que la mayoría de la gente–no le había faltado, en su juventud, contacto con personas rudas, y después se pasó la vida ganándose el favor de los despachos-, y sus visitas a los bosquimanos, de haber vivido más, sin duda habrían aportado algo a la mejora de nuestra civilización.
Tal vez me equivoque en mis apreciaciones; ojalá que así sea. Además, por otro lado, debemos considerar si quizá las cosas han tenido que evolucionar necesariamente de esta manera. No vamos a hacer aquí una llamada “a desalambrar”. (Aunque tal vez no estaría mal una “jornada de puertas abiertas”). Puede que, al fin y al cabo, en todas partes haya sucedido lo que en Corrales, o parecido, y que sólo nos quede, acerca de un tan bonito estado de cosas, lamentar que ya no pueda ser más; que eso de caminar Blancanieves por el jardín rodeada de pajarillos fraternos, en panteísta convivencia, o como San Antonio, que domesticaba a las águilas, sólo ocurre en los dibujos animados y en los antiguos romances.
O se puede argumentar, también, que ahora no hay aquello pero que hay otras cosas. Con la música, a nivel mundial, a fin de cuentas ha ocurrido algo parecido: la explosión creativa que se dio en la música popular juvenil occidental hasta los años ochenta, no ha proseguido; al menos en Occidente; sin embargo veréis que algunos entendidos, incluso bien entrados en años, pueden convencernos de que no hay nada malo en la actual situación musical; que hoy simplemente es diferente.
Habrá, también, quienes nunca apreciaron las cosas que yo apreciaba, y que con el fútbol u otras cosas les baste, sin que anhelen para la vida social o personal nada especial, con lo que no verán sentido a mis palabras. Puede que tengan razón. Y a muchos pasará también que, aun teniendo mis años, no conectarán con el Corrales que yo viví, no se reconozcan en él, y les parezca que vivimos en pueblos muy diferentes.
Otros, en fin, pensarán que la estética y el ingenio son lo de menos, y que lo importante es cómo han aumentado las familias que van en busca de ayuda a Cáritas.
Que lo que cuenta no es qué puede darme a mí mi pueblo, si me ilusiona o no me ilusiona, sino qué puedo yo aportar, cuánto se lucha por la justicia y cuántos pobres había ya entonces sin que yo me preocupase de visitar sus casas. También puede que éstos tengan razón.
En cualquier caso, este escrito viene ser como una pequeña crónica o semblanza del pueblo de aquellos años, a caballo entre lo personal y lo objetivo, pero con la vista puesta, no tanto en el Corrales que fue, que eso ya es pasado, sino en el que tal vez (y basta viajar un poco por ahí para sospechar que sí) pudo haber sido.
Acerquémonos a la iglesia parroquial, para empezar por algo. En la iglesia podías entrar prácticamente a cualquier hora del día -como ocurría, es cierto, en cualquier pueblo de España-. Si no querías entrar, te estabas en los bancos del portal, bancos de enormes maderas corridas, que ahí están todavía; suelo de empedrado de río, como en las casonas montañesas; y la lista de “caídos por la Patria” en el muro. En aquel portal se jugaba, o bien se refugiaba uno de la lluvia, o del sol, o se estaba allí charlando, divagando, con quien fuera, por tiempo indefinido. El portal era como de todos; se consideraba un espacio “público” aunque la democracia aún no nos había traído su particular concepto de lo público.
Había árboles de cierto tamaño por el perímetro de la finca parroquial, como había también algún otro en la cruz misma de los caídos; y un par de plátanos hacían su rincón sombreado en la explanada-aparcamiento frente a la columnata; explanada que entonces era más parecida a un entorno natural, “blando”, ya que el suelo era de guijo, y no estaba delimitado en zonas, constituyendo un lugar bonito para estar y para correr, con aquel ruido que hacían las piedrillas al ser pisadas. Diremos de paso que se ha criticado, con motivo de la última reforma del pavimento, que ahora, por la puerta grande, no tienen acceso los muertos. O sea, los coches fúnebres.
Y tenías luego la cruz de rollo y escalinata redonda de junto a la vía, singular columna en la que varias generaciones se han hecho fotos, de grupo o de pareja, con el cura o sin el cura, y que servía también para estar allí unos momentos, a cualquier hora, tonteando, alejado del resto del pueblo, disfrutando de la verde extensión. En ese sitio, todos podíamos sentirnos, por ratos, un poco como señores, como nobles en su finca. Pues en nuestra casa no teníamos de eso; y allí lo podía tener cualquiera.
Recuerdo que don Amancio nos decía, cuando íbamos al instituto, que había tenido que ir al registro a inscribir los terrenos pertenecientes a la parroquia, porque a su llegada al pueblo (primero habíamos tenido a don Miguel) se había encontrado con que, a lo largo de los años, la gente, pues sí, sabía que aquello “era de la iglesia”, pero tales terrenos no figuraban legalmente en ningún documento oficial; entonces él vio necesario ir a formalizar todo aquello. Démonos cuenta: hasta tal punto los curas y los obispos vivían tranquilos en aquel entonces -o habían vivido tranquilos hasta entonces.
Lo cual comportaba que también el pueblo vivía tranquilo en ese sentido, pues la gente entraba y salía y correteaba libremente por allí; sabiendo que aquello “era de la iglesia” pero que no pasaba nada por andar por aquellos pagos. Después he oído que la Iglesia se ha venido apropiando (en algunos lugares de España, no hablo ahora de Corrales) de fincas que estaban sin registrar y que nadie iba a reclamar, que lo ha venido haciendo a base de simplemente inscribirlas a su nombre, pero supongo que éste no ha sido el caso de Corrales, porque creo que don Amancio hablaba de los terrenos colindantes al templo.
Así que, por lo que se ve, él traía una visión más urbana, menos tranquila, de los asuntos, que los párrocos anteriores.
Sentíamos, os estaba diciendo, que el espacio de la iglesia era de cada uno de nosotros, y como tal lo tratábamos y así nos comportábamos. Tal vez esto no era muy religioso. En misa, subíamos al “coro”, nos sentábamos debajo del órgano, y estábamos allí sin que nadie se enterase demasiado de lo que hacíamos o hablábamos. Nuestra actitud en realidad era la de “sacar” a las instituciones todo lo que podíamos, pues en este país de pícaros y desharrapados siempre ha existido, para la gente, sólo lo individual; y tengo para mí que el pueblo, contra lo que pudiera parecer, no ha sido nunca muy religioso. Además, los representantes de las instituciones no se han solido caracterizar por su identificación con la gente llana; ha habido –hay- una falta de identificación mutua. Pero, a lo que iba: de ese coro tengo un recuerdo curioso: una vez, estando allí en misa, unos chavales (yo no sé si alguna vez habrían subido allá arriba), señalando al órgano, me preguntaron -totalmente en serio- que qué era aquello...
En aquel coro, por cierto, había habido buena música en tiempos. Y asimismo había existido, en el pueblo, una rondalla. Pero ningún coro ni ninguna rondalla existían cuando yo era crío. Aunque luego resurgieron. Lo que pasa es que no es lo mismo resurgir en una época en que hay cantidad de estímulos que distraen a la gente en asuntos menores y variopintos, que pervivir en continuidad desde una época de la que retienes tu aura y tu “cantera”.
Al coro de la iglesia se subía con facilidad, era todo un mismo espacio entonces, porque no habían puesto la calefacción; la cuerda de una campana de accionamiento manual colgaba a lo largo de todo el hueco. Al reloj y al campanario también se podía subir, sin limitación, si estabas enterado de esa posibilidad y buscabas el momento; si eras valiente podías subir incluso a lo más alto, a la azotea de encima de las campanas, con su pararrayos y sus bolas; yo nunca me atreví; aunque también es verdad que la escalinata última, la de caracol, estaba ya podrida cuando yo era mozo. Pero al campanario sí que llegué unas cuantas veces. Había que estar atento, porque de improviso empezaba a tocar la campana, por ser la hora, y te llevabas un susto.
Allá arriba se llegaba por la larga escalera de quiebros rectos y paredes blancas (veréis que me gustan las escaleras), y a medida que ascendías te ibas metiendo en la oscuridad, e iba creciendo una especie de latido gigante, el reloj; que por entonces era de péndulo. El reloj estaba en una caja grande de madera que había en una esquina (y allí está) y había que darle cuerda todas las semanas. Ponías la mano en la trasera de la caja y sentías, como con un temor reverencial, aquel pulso lento, imponente. Según me han dicho, hace unos años se rompió la cadena que sustentaba una de las pesas (pesas que descendían por toda la esquina de la torre, ocultas por un largo cajón), y alguna pieza salió disparada hacia arriba por el impulso.
Y, al final de la escalera, la puerta, madera oscura, cerradura inutilizada, la puerta que daba acceso al espacio de los ventanales arqueados; ocho en total por si no lo sabíais. Una vez allí, las cosas –las campanas, las vigas, la altura de los alféizares- parecían más grandes de lo que las habías visto toda tu vida desde la calle.
Mi padre había estudiado en los hermanos, en años en que todo aquel complejo tenía otra configuración, y me contaba que, durante los recreos, había un chavalillo que subía por la esquina del campanario, por la sillería, y ¡llegaba al reloj! Y lo atrasaba, decía. El recreo venía a durar, así, algún minuto más. Me he detenido varias veces al pie de esa esquina, considerando el tema; yo diría que imposible; pero también es verdad que mi padre no se inventaba cosas (que yo sepa), y que existen escaladores habilísimos... Lo que me pregunto es si en medio de todo aquello no había ningún hermano que cuidase el recreo y que detectase el ascenso.
Luego está la sacristía. Hay varios cuadros en la iglesia, pero en la sacristía se hallaba el más interesante para mí: el cuadro de los interruptores de todo el templo. ¿Por qué era el más interesante?, porque entre ellos estaba el que ponía: “Órgano”.
Yo me crié como quien dice en las rodillas del organista; o mi alma musical se fue meciendo ahí. Durante la misa me sentaba en el banco junto a él, y le veía tocar; aquellos dos teclados y aquellos pedales, mundo mágico que llenaba todo el aire. La gente cantaba desde abajo; yo percibía aquello como que era el pueblo el que acompañaba al órgano.
Un amigo mío conocía los rincones de la sacristía, y una vez anduvimos solos husmeando por allí, y él sacó una copa que tenía bastantes hostias, y se puso a comerlas delante de mí. Supongo que para impresionarme, no me dijo que estaban sin consagrar. “Vaya –pensé-, una cosa es libertad, y otra que un sitio sea la casa de tócame Roque ”.
Algo más mayor comprobé que encima de la sacristía había otro espacio, una segunda planta; a la que se accedía por una escalera. En aquel pequeño local hicimos, no sé quiénes, alguna reunión de no sé qué. Muy concreto, ya lo sé. Lo que a veces me he preguntado, a lógica consecuencia de aquello, es si el otro “brazo de la cruz” (la capilla del Cristo de Macho, simétrica de la sacristía) tiene también un espacio superior; y cómo se accederá a él. Qué habrá allí, si existe tal espacio.
Yo tenía cierto permiso para tocar el órgano en ratos en que no había nadie en la iglesia. El cura me dejaba la llave y yo subía al coro y tocaba, solo, lo que quisiera. No sé cómo obtuve aquel permiso. Yo había visto tocar en aquel instrumento el “Adiós a la vida”, fragmento de Puccini, por iniciativa de mi padre, que le gustaba la ópera.
(Entonces el órgano no era soli Deo gloria , “sólo para gloria de Dios”. Con el papado de Juan Pablo II se introdujo un giro en esto, aunque me da a mí que luego las aguas han vuelto a sus antiguos cauces. Es un tema interesante que no vamos a tratar ahora).
Nuestra parroquia no tuvo órgano siempre. El edificio es de 1924, creo, y el órgano se instaló casi veinte años después. Mientras tanto se tocaba un harmonio (tengamos aquí un recuerdo para el señor Doroteo, cuyo nombre lleva la escuela municipal de música), harmonio que se acabó de retirar con la reforma promovida por Norbert Itrich.
Puedo contar que, una vez, estando tocando yo, el órgano empezó a fallar; un tubo se puso a tocar solo, y no callaba. Apagué el motor, varias veces, pero cada vez que lo encendía se ponía a sonar de nuevo. Abandoné el intento y opté por irme como si no hubiera pasado nada; salí de la iglesia silbando. Cuánto hemos ocultado a los curas. Al domingo siguiente, al comienzo de la misa, asistí a la reaparición del soniquete, y no hubo manera de acallarlo. Tuvieron que llamar a un especialista. Yo no dije nada de que aquello había empezado mientras yo tocaba. Ni nadie me preguntó, por cierto.
Cambiando de tema, por detrás de la iglesia hay algo de prado, como sabéis, y ya don Amancio decía, en los años ochenta, que algunos jóvenes iban allí a hacer no sé qué y que dejaban la zona mal, y que habría que vedar aquello de algún modo.
El colegio de los hermanos también era un espacio majo; el patio deportivo, los soportales, con sus bebederos de esquina, tan originales aunque un poco insalubres ahora que lo pienso (bebederos que se quitaron; y recuerdo que no existía entonces la puerta que da acceso a la casa del fondo, la del coadjutor; esa amplia puerta se hizo después, quitando los bebederos precisamente). Y estaban los vestíbulos del edificio principal, y el salón de actos, el jardín interior, el bar o club de la juventud; la sección de los talleres, el campo de fútbol de la parte de los Quijano, o Quijanos como decimos en el pueblo... (Era una época de énfasis en el mens sana in corpore sano ; habréis visto una fotografía con un pequeño castell , émulo de los catalanes, levantado en el estadio de Forjas).
Siguiendo con el recorrido por los hermanos, estaba asimismo esa especie de pasillo que bordeaba (bordea, supongo) el salón de actos y que permitía pasar, como en otro plano, de un lado a otro. Yo creo que atravesar ese corredor “especial” era lo que más me gustaba de andar por allí. El primer órgano electrónico, por cierto, y la primera guitarra eléctrica que conocí, los vi en aquel salón de actos, sobre aquel escenario; era la época en que ensayaban los Duques.
Yo no estudiaba en los hermanos, pero solía andar por allí, no sé si porque mi padre había estudiado en aquel colegio, o porque mi padre trabajaba en Quijano, o porque todos los chiquillos del pueblo podían estar por allí si querían. En navidad, se hacía un festival, muy bueno y muy bonito, para los hijos de los trabajadores de N. M. Q., S. A.; eran los tiempos en que “la fábrica” desarrollaba bastante obra social, que entonces creo que a eso no se le llamaba así. Los hermanos de la Salle, la Iglesia, la industria, la planificación urbanística, los poderes políticos, todo, conformaba (o me parecía a mí que conformaba) una gran unidad coordinada; eran los tiempos del nacional-catolicismo tardofranquista, lo cual era una suerte para la juventud, en mi opinión, al menos si lo comparamos con la situación de la mayoría de los pueblos –y ciudades- de aquella España de entonces. Pues he de decir que algún amigo mío de la infancia, viendo lo que ha tenido que ver después a lo largo de este país, y deduciendo los orígenes de la gente que por ahí ha ido conociendo, ha concluido que los de Corrales tuvimos una suerte enorme. Corrales fue, sin duda, uno de los mejores ejemplos de la imagen que el nacional-catolicismo quiso tener de sí. -Y nosotros, en cambio (o yo al menos), nos creíamos en el culo del mundo; con afán de salir por ahí a triunfar “donde se debe”...
Analizando un poco más este tema, hemos de decir que no sólo había “unidad de propósito”, prosperidad económica, cierta vida cultural y buena coexistencia entre la industrialización y las costumbres del agro (Quijano, “el Pereda de la industria”, había posibilitado que los obreros pudieran seguir teniendo algún corral en sus casas, casas anexas a la fábrica y promovidas por ella), sino que, muy importante, había buenas expectativas de futuro. Perder de vista que en Quijano llegaron a trabajar tres mil personas en aquellos años, es obviar un factor fundamental en el estado de ánimo del pueblo. Ello en una época, no lo olvidemos, en que buena parte de España estaba emigrando a Alemania. El sonido de la sirena de Quijano, con no tener ninguna bonita melodía, evocaba sentimientos de bienestar. El medio ambiente, y la salud, salieron perdiendo con tan alegre actividad, pero entonces nadie pensaba en eso.
El caso es que, como decía, por navidad se celebraba un festival en el colegio de los hermanos, con teatro, con canciones, con sorteos y regalos. Los chavales aguantábamos sentados en aquellas sillas de metal trenzado que ahora me parecerían del todo incómodas. Había griterío e ilusión; y había igualmente disciplina y organización.
Y se hacía también cine, en aquel recinto. Los domingos, aunque no fueras alumno de la Salle, ibas allí con un duro y te echaban películas. Después lo restringieron de alguna manera, no sé si hicieron que fuera sólo para los del colegio, y quizá gratis; cuando llegué aquel domingo y me encontré con aquello, yo ya sabía en realidad que lo habían limitado; llevaba la moneda en la mano para ver si a cambio de ella me permitirían entrar con los que sí podían. El que controlaba en la puerta sonrió, no me la cogió y me dijo: “Anda, pasa”. Creo que fue mi última película de los hermanos. Me parece recordar, por otro lado, que la situación primera no había sido la de cobrar y que entrase todo el que quisiera, sino que el cine era gratis para todos, sin más, y después se pasó a cobrar algo.
La película que iba a haber el domingo se anunciaba días antes en una especie de kiosco que había en la esquina de la entrada a los soportales del patio deportivo. Ahí
había una entrada al cuerpo del edificio, entrada que sigue habiendo, con una campana me parece (no sé si seguirá ahí), y un azulejo que ya hace muchos años que se quitó, que decía: “A mocedad ociosa vejez trabajosa”. Estaba a la izquierda de la puerta, y, desde que advertí su falta hasta hoy día, me sigo preguntando por qué lo eliminaron. Después también desapareció el “kiosco” mencionado, tras estar un tiempo sin uso.
El patio no estaba entonces cubierto, por supuesto, y en él daba yo vueltas y revueltas con la bicicleta los fines de semana, viendo pasar el tren cuando pasaba. En ese patio, cuando no había competiciones, corríamos los chiquillos de toda procedencia; o por lo menos en esa cuenta estaba yo; la puerta solía estar abierta, tanto “la de arriba” como “la de abajo”. Si llovía se refugiaba uno en los soportales, que tenían mucho espacio libre, antes de que metieran allí aulas. Una vez hubo un espectáculo de marionetas bajo aquel techado, con Gorgorito y el lobo.
Por la puerta de la mocedad ociosa se entraba a ver el belén cuando era navidad, belén que montaba don Guillermo, con tanta figurita y tanta acción. Don Guillermo tenía la duda ontológico-teológica de si debía poner movimiento a las figuras sagradas, el Niño Jesús y tal. Para llegar a ver ese belén había que hacer un giro hacia la izquierda, por una zona que siempre ha sido un enigma para mí. Y no digamos el piso de encima; el piso de arriba era una zona que yo no controlaba, un “sancta sanctorum” que atraía mi curiosidad.
Las grandes aulas de los talleres, “aprendices” como se llamaba, también tenían su aquél; pero antes de ellas estaba el patio con césped o ajardinamiento interior, al que se podía entrar directamente desde la calle, pues la verja, la original verja con el emblema arriba, permanecía siempre abierta. Yo atribuía a todo ese edificio, he de decir, una antigüedad menor de la que en realidad tiene, pues su estilo es bastante funcional y moderno. Como ocurre con las escuelas nacionales, en Corrales, teniendo un poco de ojo y cultura, se podía y aún se puede respirar algo de los modernismos y regionalismos de los siglos XIX-XX. –Lástima que “las nacionales” se vayan a caer definitivamente.
En el mencionado ajardinamiento, un hermano había habilitado una especie de jaula grande, sobre el terreno, con aves de variados tipos, dignas de ver. No hacía mucha falta irse a los corredores de la pontificia de Comillas para ver exotismos de indiano, catalogaciones taxonómicas y especímenes de biólogo decimonónico. Hace diez años todavía se hizo en el salón de los hermanos una exposición de insectos de toda clase y tamaño.
Y llegabas así al campo de hierba, ya en la zona de junto a los molinillos, de la vía. Aquel campo estaba entonces bien llano, pintado; se le siguió dando uso durante bastantes años, antes de caer en el actual abandono; allí vi yo cosas interesantes como vuelo de aeromodelismo, afición que antes había. Los avioncillos eran de gasolina.
Claro que para maquetas las de don Guillermo, cura (coadjutor parroquial, para ser más exactos) que vivía en la casa que hace esquina frente a la parroquia; y que era, este hombre, un compendio de habilidades, sensibilidades e ingeniosidades de todo tipo.
Recientemente Teodoro Arnaiz evocó su figura a lo largo de varios programas en la radio local.
Mezcla de Leonardo y Gepetto, más vale no empezar a hablar de don Guillermo, porque una visita a su casa (en la que había desde un piano a un telescopio, pasando por máquinas electrostáticas, mecanismos de relojería, trenecillos de vapor...) daba para mucho. Yo entonces lo veía con cierta naturalidad a pesar de la maravilla, porque los niños tienden a encontrarlo todo natural, pero después me he ido dando cuenta de que don Guillermo era un genio de nivel internacional, como es improbable encontrar otro. La madre de don Guillermo, doña Germana, también tenía buena conversación, y se le daba el ganchillo.
El coadjutor, por otro lado, no era el único que metía horas fuera del trabajo y constituía preclaro ejemplo de la industriosidad y el esmero que por aquel entonces reinaban en el pueblo: estaban también algunos otros personajes que destacaban por su trabajo en la artesanía, en el adornado de jardines y fachadas (como se veía en la casa de Abel, que era el paradigma -subiendo a la traída, casa ahora con menos elementos-, y en otras viviendas que eran muestra de ingenio y civilizatoria disposición), o en menesteres análogos que hacían que, ora en los exteriores, ora en los interiores, hubiera por aquí y por allá algo que ver y apreciar. Era distraído vivir en el pueblo, para quien amase las cosas.
Y algo queda de todo ello, cómo no; quien diga que no, que se vaya a vivir a Castilla, a Andalucía, o a cantidad de sitios de esta piel de toro, que verá cómo no se encuentran tan fácilmente unas guerras cántabras o unos premios de investigación como los que reciben nuestros estudiantes de instituto.
Me he quedado sin decir que la propia casa de don Guillermo también tenía su interés. Toda la entrada era entonces un jardín frondoso, con enredaderas floridas colgando del tejadillo de la puerta, no una planicie desolada como ha sido luego y hasta ahora, para indiferencia de muchos; aparte de que esa calle tenía árboles por el borde hasta la vía, plátanos que venían desde el cruce del Ontaneda –vamos a decirlo así-, con la interrupción de la estatua de San Juan. Que estaba festoneada de hierba, por supuesto. De su aspecto actual, no comment.
Digamos de paso que las paredes de piedra en Corrales eran antes, claro, más abundantes, pero no sólo eso sino más elevadas, pues el alquitranado de la calzada se ha ido haciendo a base de agregar, de añadir, así que nuestras calles han perdido valor estético e histórico. No sé cómo han logrado en otros sitios hacerlo de otra manera, y sin tantos altibajos en las aceras. Las paredes de la hospedería de peritos, por ejemplo, eran más altas –o sea, el suelo estaba más bajo-; y había árboles, por cierto, en toda la acera desde la capilla de los Quijanos hasta los talleres de los hermanos.
Ahora que estamos con las calles se puede hacer un comentario acerca de las bicicletas, y es que algunos se han preguntado cómo ha decaído tanto la práctica de la bici (a pesar de su promoción, y de que, innegablemente, también se mantiene a otros
niveles; pero, en lo cotidiano, es claro que mucho menos); y lo atribuyen al tráfico, que ha aumentado. El tráfico tiene que ver, desde luego, pero para mí el factor fundamental está en relación con algo que hacía, precisamente, que andar por las calles, andar por entre las casas, fuera un ejercicio de contemplación, algo con sentido por sí mismo; era, quiero decir, algo más que un mero tránsito entre dos puñeteros puntos: el de partida y el de llegada. (Pues, en la actualidad, como no tengas algo interesante allá donde vas, olvídate de que la calle en sí te aporte algo. Cosa que parece que no, pero contribuye al sentido de la vida, que fundamentalmente se nutre de las sensaciones de lo cotidiano).
Me refiero, en fin, a que había menos pisos y más casas individuales, viviendas con jardín, huerta, patio o espacio adyacente en cualquier caso; y eso era fundamental para tener bicicleta. Pues viviendo en un piso, no vas a molestarte en sacar y meter la bici constantemente, en el ascensor o por la escalera. En las casas familiares tenías la bici a mano; la casa estaba penetrada de calle, la calle lo estaba de casa. Claro que ya sé que vivir en un piso tiene sus ventajas; pero la bici se esfuma, con los pisos.
También hay que decir que no es lo mismo una bicicleta tipo BH o GAC que una bici de montaña, menos apropiada para deambular morosamente por el pueblo. No acabo de ver modelos de bicicletas urbanas que me convenzan, que respeten aquella posición vertical que aún observamos en algunos de nuestros mayores, con la bolsa del súper colgada del manillar; da la sensación de que las bicis se fabrican hoy día (al menos las que por aquí nos venden) bajo la idea de que lo importante es el rendimiento, la velocidad, o la supuesta ergonomía.
Siguiendo con lo que estábamos:
Una gran zona ajardinada y frondosa poseía también, en su parte trasera, la casa-tienda de Segundo Quevedo. Ese terreno, ya semisalvaje y con la cerca rota, sin duda recibió visitas durante los ochenta-noventa, hasta que jardín y casa desaparecieron en el gran hoyo de “la Ló”. Queda el tilo, ya lo sé. De esta zona os podéis hacer una idea mirando la foto, de buen tamaño, en blanco y negro, foto aérea, que aún cuelga –cuajada de agujeros de carcoma- en un portal de Santa Margarita, junto a la sastrería Payno.
Otro lugar religioso, o eclesiástico, donde podíamos estar, era la iglesia –o ermita, no sé- de la Virgen de la Cuesta. Han puesto allí unas vallas de cierta altura, y han dado a los árboles una poda de ésas de postal, pero aquello era frondoso y se entraba hasta el interior mismo del portal. Era un rincón apartado, umbrío, fresco en verano, donde se estaba como en el jardín de uno; típico rincón norteño, junto a una casa montañesa (la que está enfrente, con arco) que en tiempos fue albergue del camino de Santiago, por si no lo sabíais.
La iglesia de San Ramón, en Juan XXIII, regentada por don Acilino (no sé si se dice regentada), también era un lugar, no sé si más accesible o más concurrido en aquellos años, imagino que porque entonces había más niños, más fe, y más matrimonios por la Iglesia. En relación con don Acilino hay una cosa curiosa que puedo contaros, y no sé si la vais a creer: he conocido a un señor como de setenta años, de Corrales de toda la vida según me decía, que ¡no sabía quién era don Acilino! Este señor vive por la iglesia parroquial, además. No advertí en él signos de deterioro cognitivo.
Siguiendo con los lugares, estaba también el viejo y no utilizado teatro de las monjas, detrás de la casa de las monjas, teatro que ya lleva unos cuantos años restaurado pero que antes estaba semiabandonado; y allí, en el escenario y separados del patio de butacas por el telón, nos reuníamos o más bien nos veíamos una serie de jóvenes (no diré un grupo porque no sé si éramos un grupo), con el permiso o el consentimiento de las monjas, pero que nadie se metía nunca a ver lo que hacíamos. Nosotros lo llamábamos “el arca”. No hacíamos nada malo que yo sepa, sino escuchar música de radiocasete y formarnos informalmente en la vida social y en la interior, y algunos en el cristianismo no del todo ortodoxo –eran los tiempos de los carismáticos, pentecostales y cosas de aquéllas que venían de Torrelavega, y, más lejos, de América (en América, por lo que observo, Dios habla a veces directamente a los hombres; cosa que los europeos, más humildes, más seculares, nunca hemos creído que pueda llegar a ser posible)-.
Había un piano por allí abajo en aquel teatro, piano totalmente desvencijado al que ni yo hacía caso. Y creo que había también una concha de apuntador, como en los teatros de verdad. Llegamos a tener aquel espacio por nuestra casa como quien dice, hasta el punto de concebir la iniciativa de pintar las paredes, para estar más a gusto y hacerlo más nuestro. Y ya estábamos a ello, cuando llegó una monja, que puesta en jarras nos instó a pisar con los pies en la tierra, y sobre todo nos preguntó por qué, si íbamos a pintar, no lo habíamos dicho.
Alguien contestó entonces que lo habíamos decidido de repente y como por espontáneo consenso; por inspiración, tal vez quiso decir; que “si lo hubiéramos decidido en voz alta...”. Ella, la monja, replicó, resuelta aunque con pose pensativa, con unas palabras que yo entonces no comprendí bien, y que incluso a alguien le escocieron, pero que ahora me parecen de toda lógica; dijo: “O si hubierais soñado en voz alta...”. Teníamos ya nuestros diecisiete años, no te vayas a creer. Y disfrutábamos de “nuestro” escenario como unos críos que se han hecho una casita retirada, con tablas, entre el matorral...
Otro espacio “apropiado” era la casa –piso, más bien- de Acción Católica; que estaba, no sé si seguirá estando, entre la Aldea y la Hoya. Allí pasamos, supongo que los mismos o parecidos jóvenes del teatro, muchos y largos ratos. Estaba bien porque salía gratis. Alguno iría a ligar, digo yo. Pero sobre todo, como digo, podías tener tus sofás, tu retrete (nunca se me ocurrió que habría que limpiarlo), tu música y tu ambiente, sin estar expuesto a las inclemencias del tiempo y sin tener que gastar en tomar nada. Gracias a la Iglesia, una vez más.
La vida que llevamos en aquel local atravesó diferentes etapas; o tal vez fueron etapas que iban mezcladas unas con otras, no sé. Conocimos en aquel piso, o en aquella época, a algunos frailes o similares que yo no sé si eran de la Salle o de qué, porque además iban de paisano (que me corrijan los que lo sepan mejor que yo), y que eran gente muy moderna y abierta (sí, abierto se decía entonces); y que hacían valer algún
tipo de ascendiente sobre nosotros, mayormente espiritual o moral. (Tampoco era cuestión de que usásemos el local lo que se dice de balde). Su actitud era, por lo demás, amigable, y, bueno, a mí me resultaban interesantes las dinámicas de grupo y cosas así que hacían con nosotros. Se hablaba mucho allí; de política por ejemplo; aunque también se tonteaba, no sé cuánto, sobre todo cuando no había religiosos delante. Supongo, a propósito, que alguno de aquellos hombres de Dios acabaría saliéndose de fraile con el devenir de los años, al comprobar que la Iglesia no seguía los derroteros que ellos habían imaginado con lo del Vaticano II. Sí, más de alguna persona por ahí me ha opinado lo mismo: que algunos acabarían casados, o a lo mejor ya estarán hasta divorciados.
Pero, mientras tanto, ejercieron una labor formativa en algunos jóvenes que, si no los hubiéramos tenido a ellos, creo que, en aquella España y en aquellos entornos semirrurales, no habríamos tenido nada mejor. Tolerancia, libertad, discurso público, son cosas que empecé a aprender allí. Y sin gastar un duro.
Un día, los chavales y chavalas que allí solíamos ir, decidimos hacer una fiesta. De disfraces. Uno de los chicos se ve que tenía vocación de cruzado (dicen que cada uno se disfraza de lo que quiere ser), y, como no hallara mejor atavío para la ocasión que alguna de las casullas, de cura, que guardadas se hallaban en un mueble del local, la aderezó con los complementos precisos y hete aquí un guerrero digno del mejor medievo. Debió de pasar calor, pensaba yo.
Se hizo la tal fiesta, con el alborozo que procede; y se guardó después la talar vestimenta de nuevo en el armario, convenientemente doblada; aunque sin lavar. Se ve que no lo estimamos necesario.
El caso es que, después, don Acilino, que de tonto nunca ha tenido un pelo, vino al poco a nosotros y nos trasladó el sutil descubrimiento; que por lo visto, decía, “se ve que la han empleado para alguna fiesta o algo así” (qué ave este hombre), “porque tiene el borde de abajo manchado, sobado”.
Ninguno abrimos la boca. Las caras que pusimos, no estábamos para mirarnos unos a otros, pero imagino que serían de foto.
Los chicos “de Acción Católica” (así nos autoconcebíamos o autodenominábamos, por el local, sin ser de Acción Católica verdaderamente), creo que teníamos una suerte de prelación en el uso de un refugio que se había construido por aquel entonces: el de la Garita. Don Amancio tenía las llaves –creo que alguien más las tenía, no sólo don Amancio-, y nos las dejaba y subíamos allá arriba, con buen o mal tiempo, con nuestras casetes y nuestra guitarra, como boy-scouts de rebajas; y echábamos buenos y largos ratos a puerta cerrada, o abierta según el viento. “Que es mi barco mi tesoro, / que es mi Dios la libertad”. Una vez nos pescó la cellisca y tuvimos que estar varias horas allí dentro. Alguien dejó encendida la grabadora y registró todo lo que hablábamos; después, como se seguía sin poder salir, nos pusimos a oír, otra vez,
todo lo que habíamos hablado. Y descubrimos un fenómeno psicológico: el recuerdo, aunque sea de algo reciente, altera el orden de las cosas.
Por supuesto no destrozábamos nada, ni se nos ocurría, sino que en todo caso dejábamos allí alguna señal de buena valía. Hoy día seguirá estando disponible la llave de la Garita, supongo; pero ¿tan fácilmente?
A propósito de este refugio se puede hacer un inciso y contar algo que si no se ve no se cree; y es cómo, la fuerza del viento que pega por allá arriba, levantó la placa de cemento que constituía el techo, despegándola de las paredes y dejándola agrietada. Ocurrió a los pocos años de inaugurado. El tejado que podéis ver ahora es otro más grueso que tras el suceso se hizo, supongo que mejor anclado, pero podéis creerme que el primero tampoco era moco de pavo, calculo que con quince centímetros de grosor. No sé si la puerta estaría abierta para que el viento cogiera empuje desde adentro, o estaría precariamente cerrada, o es que el viento rompió directamente la cerradura, cosa que, ya puestos, se podría también creer.
Pasando del clero a la nobleza, cabe hablar de los palacetes de Corrales, de los cuales al menos yo llegué a conocer dos, el de Mazarrasa (ahora casa consistorial) y el de “las condesas”, de Mansilla. Se trataba de edificios, con sus parques o fincas, que merecía la pena visitar; y mi padre, que no tenía ningún mando especial en la fábrica sino que estaba más cerca de ser obrero que otra cosa, se las arregló para trabar cierta relación con aquella gente y meter de la mano a su chaval para que conociese aquellas casas. Por cierto, en la mía teníamos el plano –muy bonito- de la de los Bustamante, en papel ozalid; no sé cómo llegó allí ni por qué.
Imagino que algunos otros empleados, llevados por su cometido en la fábrica (alguna chapucilla de pintor, de electricista), pudieron encontrar la manera de hacer también alguna visita; como aquél que, haciendo no sé qué en la casa de Álvarez Miranda, se topó con el hijo del jefe y le espetó, medio burlón: “¡Mirandillaa!”; sin advertir que don Alfonso andaba junto a él.
No sé si hoy día se podrá seguir haciendo, esto de acceder a determinadas mansiones; supongo que difícilmente, en primer lugar porque ya apenas quedan mansiones, pero es que, también, ni la fábrica es lo que era en cuanto a tamaño, ni el contexto de relaciones institucionales es el mismo.
Desde luego con la finca de Mazarrasa no se puede repetir la experiencia, porque está muy alterada. El edificio en sí permanece igual, pero el “parque” y el interior del palacete están lejos de ser lo que eran. A mí, en primer lugar, me parece una vergüenza que un pueblo rico como Corrales (al menos rico en comparación) no haya podido tener, en cien años digamos, un edificio consistorial propio como tienen otras localidades. En el actual emplazamiento, los cerramientos del perímetro exterior están sin completar después de tantos años, y lo que se ha ido acabando deja bastante que desear, sobre todo para quienes conocimos el pasado esplendor; no sé cómo se habrán organizado las cosas, pero, bueno, al menos parece que podemos dar por pasados los años en que apenas se limpiaban las calles del pueblo, y no veíamos el fruto de los impuestos. Si don Augusto San Juan o don Ángel Estrada levantaran la cabeza...
Había quien decía, cuando yo era chaval, que aquella finca regia tenía que disfrutarla el pueblo, que aquellas familias distinguidas debían abrir sus parques; pero a mí todo aquello me gustaba bien cerradito, digamos en su propio musgo, visible sólo a través de una portilla, como esas miniaturas rococó que se miran a través de una lente; y que, por ejemplo mediante un régimen de visitas concertadas, controladamente, pudiera disfrutarse de aquellos lares. No pensaba -no pienso- así por esnobismo o altanería, sino por simple conservación, no vaya a ser como el pajarillo que cogió el gañán y murió en sus manos.
La finca de Mariuca Mazarrasa era un entorno waltdisneyano, ahora irreconocible como digo, y estoy seguro de que si guardo tan buen recuerdo de él no es por mera fabulación a posteriori; aquellos peces de colores en el estanque y aquellas hileras de coníferas en estado selvático –Mariuca no gustaba de intervenir en su crecimiento- no eran fantasía. El interior de la casa también tenía su interés, desde luego, por el mobiliario y por la familia misma; pero tanto lo uno como lo otro hace ya tiempo que no están. “La propiedad”, he visto que llama el periódico a los herederos, en las noticias sobre los conflictos que ha habido.
La casona de las condesas de Mansilla me gustó más por el edificio mismo, en cuanto a configuración y texturas, y también por su interior, que por el recinto. Recuerdo que había un piano aclavecinado, digámoslo así, con pinturas en el mueble; y una capilla que, cada vez que paso por la plazuela aquella, me dan ganas de volver a visitarla, tal era su encanto. El parque, sin ser como el de Mazarrasa, se ve que me inspiró lo suficiente como para soñar aún con él algunas noches.
Casas grandes como la de los Bustamante, y la del propio Quijano, no llegué a verlas por dentro, pero ahí tenemos sus contornos a la vista de todos, y que lo tengamos por mucho tiempo. También fue “visitable” por unos años, pero de manera algo subrepticia, la casa donde vivió Méndez (y no sé si Matarrubia), que estaba entre la Rasilla y la hospedería de peritos, o podemos decir también entre Sariego (o viuda de Illerías) y José Mª Quijano. Abandonada en los años ochenta, ahora desaparecida, entrar a explorar ahí deparaba algunas sorpresas y escaso peligro.
Casona también abandonada y frecuentada por curiosos o desocupados fue, durante una década al menos, la que llamaban “del director de la fábrica”; del Marujo, según el libro de Felipe Lucio. Ahora pastan ahí unas ovejas. Estaba hasta no hace mucho en la finca que hay entre Deportes Iglesias y los hermanos; o entre Miñambres y los hermanos, podemos decir también. Esta casona estaba habitada cuando yo era niño; recuerdo, aparte de su enorme interior, que tenía una piscina de arena al lado de donde ahora está el edificio de la Telefónica. (Había una piscina de arena también en Juan XXIII, donde jugábamos los chiquillos). En el pasado, antes de la guerra, la finca de esta casa fue grandísima, y ajardinada, según he visto en una foto antigua: llegaba hasta la vía, pues todavía no existía el edificio de los hermanos, ni la calle que estableció la separación. Toda esa zona, desde la vía hasta casi la Cachucha en realidad, y desde la Rasilla hasta el barrio del Camino, era muy diferente a principios del siglo XX; la casa de Miñambres (que ahora pertenece a otra familia, y que también es interesante de ver por dentro) era de “las condesas”, y su terreno estaba unido a la “finca de la condesa” y a todo el entorno, ya que las carreteras interiores, incluida la carretera general, aún no se habían abierto.
Cerca de ahí estaba, cómo no, otra gran casa cuya destrucción y sustitución por pisos significó una pérdida lamentable: la de Aurorita, “la de la mueblería”; casona de los González Quijano. De su interior me llamó la atención el mobiliario; no sé si he visto cama tan bonita como la de Aurorita; y la finca era una delicia, con románticos arbolillos y cerca de arbusto bordeando. Pared de mampostería, claro, aunque en el libro de Lucio “Capeli” la veáis con bloques, porque ahí había unas pequeñas tiendas, que se tiraron; estaba la barbería de Rule, y una frutería (no la de Palmira, que ésa estaba donde el Mesón) en la que los plátanos se presentaban, como era usual entonces, por racimos, adheridos a su troncho original. Los chiquillos usábamos aquellos tronchos para hacer guerras.
Luego se tiraron todas esas edificaciones, aunque aguantó unos años más la casa de Carmeta y sus adyacentes (peluquería de Martínez...), y están ahora los pisos abuhardillados que veis, los de Deportes Iglesias, más los otros de la parte del Mesón.
Pienso a veces que tal vez esa casona, la de Aurorita, y la del director de la fábrica, luzcan ahora en otros lugares; pues de piedras estaban hechas. O sea, que a lo mejor no se han perdido del todo...
Había por allí, entre esa esquina y las nacionales, otras interesantes viviendas con sus terrenos, como “Villa Alicia” (donde el actual kebab-supermercado) o la casa de Soria el zapatero, pero no llegué a conocerlas por dentro. Era el barrio del Camino. Hoy día lo miro y me parece mentira que en aquel exiguo perímetro cupiera tanta casa y con tanta sensación de espacio.
Siguiendo con el apartado de las viviendas, llegamos a la que en el libro de Lucio figura como casona de la Aldea; también de buen tamaño, y con dos entradas, la secundaria –pero más usada- por el fondo de la plaza de San Miguel. Vivía ahí Cobo, cuyos hijos, que estudiaban conmigo, tenían afición a la investigación (y me consta que aún la tienen). En unos cobertizos, coleccionaban cosas diversas, y fueron ellos los que me enseñaron a limpiar huesos de animales con sosa. En aquella casona los niños nos divertíamos, y para mí lo mejor era corretear arriba y abajo por la escalera, escalera que recibía luz de una claraboya superior. Esta vivienda, ahora remozada, se presenta actualmente como menos accesible, cosa que ha ido ocurriendo, claro, con la mayoría de viviendas y portales; pues sabed que yo aún contemplo los porteros automáticos como un invento reciente. Y, si los porteros hubieran llegado veinte años antes, a lo mejor veinte años antes se habrían asumido sin más y se habrían aislado los espacios y las gentes. También, no olvidemos, habría que considerar si el grado de desigualdad socioeconómica (“¡Que no me roben!”) –y de conformidad con ella-, y las expectativas de prosperidad para todos, son iguales hoy que ayer; no sólo entre las personas del pueblo, sino entre las que por él deambulan, y en el contexto global en definitiva, porque en nuestros días, aunque todo está más aislado, todo está al mismo tiempo más comunicado.
En el viejo ayuntamiento, ahora teatro, estaba la casa de Goyo el cartero. Fui allí un día con mi madre y me llamó la atención la distribución, un tanto indefinida, de las estancias, entre las cuales se empleaba, como separación, tela a modo de tabique. Tengo idea de haber visto eso en otra casona montañesa, de pueblo, que se conservaba tal cual, y me pregunto si en la Montaña antigua sería frecuente el uso de tela para separar espacios, digamos como en el Japón tradicional se usaba el papel.
El vallado de los prados y fincas diversas también lo traspasábamos entonces sin excesivo recato; cosa que aún se puede hacer, sobre todo si no te ven, en las extensiones de verde que quedan por los alrededores; porque interiores ya no hay casi ninguna. Los niños trepábamos a algunos árboles que había por esos prados; apenas había columpios en el pueblo. E igualmente podíamos entrar, por aquel entonces (como en la mayoría de las localidades de este país, imagino), en las obras de los pisos que estaban construyéndose, antes de que se empezaran a poner carteles de “Prohibido el paso a toda persona ajena”. Menudas excursiones nos tirábamos, de planta en planta. Ahora ya no se puede porque todo ha cambiado en las obras; tanto que ya no hay ni obras.
Tal vez de aquella práctica infantil tomó el hábito un paisano nuestro, al que habréis visto cojear por el Bardalón, que, trabajando de albañil, se ve que estaba acostumbrado a saltar de la primera planta directamente al suelo, a la calle (tampoco es tanta altura, si lo haces bien), cuando sonaba la sirena para ir a comer. Y, habituado como estaba a tomar carrerilla y salir volando, un día se olvidó de que estaba, no en la primera, sino en la segunda planta.
Se arrojó, pues; con tan mala fortuna que, al caer, cayó sobre un bidón abierto, creo que con cierta altura de agua, pero con una pierna dentro, y la otra fuera...
También investigaba con huesos el hijo de Barquín, que vivía por la Aldea mismo, en otra casa de piedra y con huerta, que aún existe, a la parte por donde había un lavadero. Barquín cogía huesecitos, posiblemente de murciélago, y los pegaba de manera que adoptaran configuraciones sáuricas. ¿Dónde los cogía? Creo que en una pequeña cueva que había –y espero que todavía haya- junto a la carretera de Caldas a San Felices. Esa cueva estaba más o menos conservada aún cuando yo era joven, pero después le hicieron un cerramiento, supongo que para preservarla y para que a nadie le ocurriera algo. Después le fue cayendo tierra sobre la entrada (no sé por qué; siglos
había tenido para caer), y quedó casi oculta. A Caldas, recuerdo que íbamos y veníamos por la vía del tren, que era lo más directo.
Se me olvidaba otra casa, la de “Lirón”, casa “de indiano” con talleres de fabricación de tela metálica, entre la estación y el Casino Buelna. En esa casa pasé buenos ratos de crío, tocando el piano (tal vez el primer piano de mi vida), admirando la escalera interior, con su alfombra y su original concatenación de espacios, investigando en su planta de mansardas, y curioseando en sus salitas repletas de cuadros. Mi abuela era amiga de Ester, la madre de Leopoldo y sus hermanas, que siguen viviendo ahí; y con mi abuela iba yo a comprar pan donde Pilatti, otro sitio memorable (además con olor, a pan recién hecho), cuya tienda con mostrador en ángulo, y con peso de manivela, permanece cerrada desde hace ya décadas; lo mismo que el horno. ¿Sabéis que esa vivienda, la de Pilatti, se trajo piedra a piedra desde Cieza...? Pero dejadme seguir diciendo que en la casa de Ester, próxima a la tienda, me encantaba también la escalinata de la entrada, y los recovecos del jardín, y el pozo, que allí sigue; y el vetusto garaje donde se hallaba (¡tal vez se halle todavía!), medio al aire libre, aquel cocherón –creo que un Mercedes- de formas rotundas.
Al lado de Pilatti estaba la bolera, entonces más cerca del paso a nivel, con el kiosco de Julia y las gradas de madera a estilo templete, que luego se corrieron (ya metálicas) más hacia la farmacia de Pepito Pereda. Se podía uno meter por bajo los cruzados de madera de aquellas gradas, y el acceso a las bolas y los bolos era libre, no había compuerta. Se levantaban plátanos de cierto porte en los flancos; no como hoy, que lo que queda es testimonial. Los años de Adrián Solar, eran. La zona de la “Puerta del Sol”, desde Fafa-Macho hasta relojería González pasando por Muñoz, y Rubiales, era de un tránsito, una fluidez y vitalidad que, bueno, mejor voy a callarme. Espero que, para los camioneros y conductores en general, la fluidez sea mayor ahora.
La estación propiamente dicha, tres cuartos de lo mismo. Para quienes sólo la hayan conocido en su estado actual, casi mejor no mencionarles el bullicio del andén, el bonito reloj, la acción vigilante de los que maniobraban las portillas sobre el paso a nivel; y, más en el exterior, las estancias y conversaciones de los jubilados, el claxon de los coches de choque que allí se instalaban, y, ya puestos, los cortes de Serapio (“Helados Ruiz”) en su furgoneta. La estación permanece cerrada ahora casi todo el tiempo, como todo el mundo sabe. Sólo sirve para irse y volver.
Por enfrente de casa Pilatti circulaba un día una apisonadora, de aquéllas antiguas, oscuras, arreglando el firme (echaban chapapote con una suerte de regadera de largo tubo), y el operario me subió con él a la máquina y me dejó guiarla un ratito, accionando aquel enorme volante con palanquilla, que se me quedó grabado. Hoy seguramente aquel acto se vería como una imprudencia. Pero ya se sabe que entonces los críos íbamos por ahí con escopetas de perdigón y esas cosas.
Y, así, pasamos a los centros de trabajo:
Después del horno de Pilatti, las carpinterías. Yo frecuentaba dos de ellas, la de “los Pachos”, que sigue ahí, no sé si con alguna actividad, y la de Castañeda, que se reconvirtió en exposición de mobiliario. Los carpinteros nos dejaban a los niños -o por lo menos a mí- fisgar en su faena, y te hacían favores como cortarte una tablilla de manera especial o buscarte algún listón que te valiera para las manualidades. A mí me gustaba ese oficio, y ese olor también (luego se ha dicho que el serrín es cancerígeno), y aprecié que admitieran mi presencia. Había otras dos o tres carpinterías, o talleres, en el valle, pero no me pasé por ellas.
La granja Emilia, que ahora se vende, tenía para mí su encanto porque parecía realmente una granja. Está –lo que queda de ella- en Penías, bonita zona, sobre todo para quienes sabemos cómo fue. Claro que eso debe de ser San Felices. Vendían allí, en la granja, manzanas de árbol, que se cogían de las hileras que había por el terreno abajo hacia la recta de la Agüera. (Qué diferente fue la faz de esa vía a principios del XX, según me ha enseñado en fotos Luis Fernández, el de Olna). Luego estaba también la producción de huevos de Ceballos, al final de Pendio, con sus hileras de gallinas y aquel artilugio clasificador cuyo recuerdo me encandila hoy como el primer día.
A la imprenta Losán también podíamos entrar los niños, no sé si a curiosear (cómo se movía aquella máquina, con su ruido de aire comprimido) pero sí a contemplar los rítmicos movimientos mientras esperabas para algún encargo. Estaba detrás del bar California, en una pequeña edificación que todavía está ahí.
Un recuerdo igualmente para el taller de bicicletas de Serafín, en el corazón de Santa Margarita: se arreglaban pinchazos en directo. Como antes en el taller de Collantes, junto a la tienda del Maño (la Rasilla).
El garaje Maquea, mucha gente debería saber que estaba junto al lugar donde cruza la carretera que sube a Collado sobre el Muriago. Esa zona también ha cambiado mucho, porque antes la carretera subía directa, sin salvar ninguna autovía ni nada, y había dos casitas antes de abordar el repecho de la Contrina. Donde estaba el Maquea, están ahora los pisos del pub Alquimia. Íbamos a veces los chavales a ver qué se hacía en aquel garaje -taller, diríamos hoy-. Aunque lo más interesante era un coche antiguo, abandonado, que estaba tirado enfrente (digamos por donde la entrada al actual parque de la Halle), como queriendo irse al río; era un coche negro, en el que nos metíamos una y otra vez, jugando a conducir y a otras cosas. Había igualmente otro coche oscuro y antiguo en una pequeña finca (actual “Destellos”) junto al bar Quinín. Por lo visto nadie se preocupaba de si nos podríamos herir jugando en su interior; el pasado del que se venía era aún más duro, mucho más duro, y habíamos resistido (al menos los que habían resistido); de hecho nunca se había vivido tan bien como en los sesenta, así que, como para preocuparse de esas cosas.
A la fábrica de Nueva Montaña Quijano entré una vez con mi padre, que quiso que yo viese lo que era la industria. Aún no habían adoptado la sola silueta del caballo como emblema. El reloj de la oficina funcionaba, y la pequeña locomotora todavía cruzaba de vez en cuando la calle, ¿recordáis las vías sobre el alquitrán? (Supongo que esa máquina seguirá ahora ahí, oculta entre el follaje). No sé cómo sería de frecuente que los empleados llevaran por allí a sus hijos. El caso es que el periplo fue bien a fondo, con visita a las grandes máquinas de trefilería y otras dependencias. Es de suponer que después eso se haya tornado imposible; como el sacar cosas de la fábrica (anda que no se robó) por parte de los obreros, que yo vi una vez a uno salir por la portería, con aquella chaquetilla azul ferretero, que le abultaba una cosa cuadrada por detrás, e iba él sonriéndose. Siempre cabía, claro, excusarse con que los sueldos eran bajos.
La carretilla eléctrica, o carretillas, que no sé si eran o no más de una, salían y entraban constantemente del recinto fabril, a veces por todo el pueblo, no siempre para beneficio de la empresa. Ahí tenéis un ejemplo de transporte sostenible (por lo visto insostenible, parece que llegó a pensar alguien a partir de cierto momento). Y para qué hablar de las bicicletas, que no hacía falta irse a Holanda para ver aparcamientos de ellas; bicis comunales, tal vez se podría decir, de amplio uso y a resguardo en áreas al efecto, acondicionadas por la propia empresa. Aquello se podría considerar educación ambiental; lo que pasa, como diré después, es que una cosa es enseñar, y otra que se aprenda. Y, respecto a las sustracciones y usos varios, un poco de anarquía para mí sí que había; quizá demasiada “fluidez” en la cadena de mando. Los que estuvieron en las luchas de los setenta tal vez no estén de acuerdo conmigo, pero lo que no podía ser era que viéramos a un trabajador, en un bar, jactándose de que había pegado al perito que le había ordenado hacer una tarea. Y que eso no tuviera consecuencias. Me lamento de que se han fragmentado y cerrado las cosas sobre sí mismas, de que hay menos convivencia, pero probablemente algo de indisciplina, de “demasiada convivencia”, sí había; como suele ser por lo demás en este país de charanga y pandereta. (Por cierto, yo no sé qué tenía, el que hizo esa frase, en contra de las charangas y de las panderetas; ojalá hubiera más charangas. Como la del Tarumbo, que en pocos años fue capaz de cambiar la turuta por el saxofón).
Hablando de música, un recuerdo para el “pito” de la fábrica, sonido cotidiano que me acompañó, supongo ahora, desde el día en que nací (vine al mundo en casa de mi abuela, cerca de la torre de la Aldea), porque con el paso de los años me he ido dando cuenta de que, aquel mugido luengo, lánguido, aquel sonido que era como el alma del pueblo, lo echo en falta.
Anexo a la fábrica, dicho sea de paso, recordaréis que se encontraba el economato o cooperativa, a la que en realidad podía tener acceso cualquiera –cualquiera que tuviera la cartilla-. ¿Qué tenía de interesante “la cope”?: su planta inferior, con su máquina del aceite y su expendedora de vino, su almacén de patatas, su salida al patio de los árboles y al entorno fabril, y, en fin, aquella combinación de ambientes y de olores tan sugerente, aquella estética tan propia de la industrialización temprana.
La visita a la fábrica que hice con mi padre se complementó con alguna otra que hicimos a la pequeña central hidroeléctrica de Sotilla, ya al final del valle, tras largo camino; camino que por entonces tenía árboles en la margen izquierda. Me impresionaba, en la central, el zumbido potente de aquellos alternadores, antiguos, oscuros, vibrantes por la rotación a increíble velocidad. Y los marcadores de agujas por doquier, y las cadenas colgando del techo al estilo de los grabados de Piranesi. Aún funciona esa centralilla, aunque ya no pertenece a la fábrica.
La traída de aguas, que es de Torrelavega –y de paso de Corrales-, es otro sitio al que se accedía con suma facilidad hace treinta años. No había cerramiento, no había nada. Se podía subir también hasta ella, y atravesar sus instalaciones, trepando por un senderillo de eucaliptos desde el barrio Millonarios. Una vez estuve dentro del laboratorio mismo, con mi abuelo. El árbol de junto a la carretera, que aún existe, tenía adosado un banco de madera, que venía bien a los viandantes.
En la casa de Varela, más arriba de la traída, también entré, por cierto, cuando niño. Varela le ponía iluminaciones al chalet, y repartía juguetes entre quienes iban a ver el belén que instalaba por navidad, y contribuía a la fiesta de San Bartolo (Collado), tirando cohetes y dando bocadillos a los caminantes; pues entonces se subía a la romería andando, que recuerdo que cogíamos avellanas por las orillas de la carretera, en las inmediaciones de Collado. En la casa de Varela se sigue adornando un pino por navidad, con luces que se ven desde el valle, aunque me da la sensación de que ya no es lo mismo de antaño.
A la presa de Somahoz, junto al “pozo de toma”, íbamos a bañarnos; los que íbamos desde Corrales lo hacíamos por la vía adelante, para pasar el puente de hierro. No sé si luego habrá seguido bañándose allí la gente o ahora es muy cutre eso, o se considera peligroso por la ley. Se hizo una piscina en Somahoz pero el vandalismo y no sé qué más han hecho de las suyas, y la hemos visto cerrada, así que igual vuelven a la presa. Iba a decir que, en España, unos construyen y otros destrozan, pero es más que eso: es que podemos ver, al que lo instala por la mañana, destrozarlo por la noche; o, si no, a sus hijos; porque no lo siente suyo ni cree en ello, sino que usa el trabajo sólo como un medio para ganar cierto dinero y satisfacer sus pueriles intereses. No estoy hablando de Somahoz, por supuesto, sino de la “cultura nacional”, donde los ayuntamientos apenas pueden hacer nada que se salga de unas instalaciones, digamos, “agropecuarias”, porque saben que no durará mucho.
Dos o tres casas más y acabo con ellas: una es la de “las de don Marcelino”, junto a la plaza, cuya escalera me dejó un agradable recuerdo, y que querría volver a ver pero permanece cerrada desde que aquellas dos señoras fallecieron, hace ya bastantes años. Don Marcelino era un médico, ya mayor cuando yo era niño. Al lado de la casa encontraréis, hoy también cerrada, la de Peña el practicante, que ahí tenía su consulta; interesante también, con su galería y puerta de doble hoja. Por detrás de esas casas se abre una larga franja de terreno, que desde siempre y hasta hoy tiene gallinas; y que sea por mucho tiempo. Aunque antes había más, por donde el callejuco de Antonio Polanco. (Como había gallinas también en un rincón de la plaza de San Miguel, e incluso vacas, al lado de esa misma plaza). Se extiende, la tal finca alargada, hasta la calle que va de la Pontanilla a la cruz de los caídos. Y gallinas había también en la trasera de la casa de don Antonino, casa que en esa calle estaba y ahí sigue, y que es de estilo montañés, con arco y con cortavientos, que así se llaman. Don Antonino una vez tuvo que decir misa –o celebrar misa, como gusta decir a ellos- por sustituir un día a don Amancio, y estaba ya un poco desubicado porque hacía tiempo que no decía misa, y, cuando se puso a empezar, lo primero que hizo fue acercarse al micrófono y preguntar a la gente de atrás si se oía bien. (En sus tiempos probablemente no había micrófonos; se usaba el púlpito). La gente, poco acostumbrada a tratar al cura como persona real en semejante trance, no se atrevía a decir ni que sí ni que no, y tardaron en reaccionar. Es lo que tiene el catolicismo.
El caso es que la casa de don Antonino también era como un lugar familiar para mí, con sus gallinas sobre todo. Y mencionar por último la casa de “las monjas”, que conserva las palmeras pero no las monjas, ni su romántico bucolismo. Iba yo allí a tocar el piano, simplemente porque me dejaban, y había también un bonito harmonio en la capilla, que no sé si seguirá. Se abría la portilla (entonces sin candado), se atravesaba la acera, entre la hierba, se llamaba a la puerta (ésa del abalconado, que entonces estaba florido), y salía una monja y te recibía. Todo un rito.
Podría hablar de otras casas bonitas que conocí en San Felices, pueblo que hoy retiene más ensueño que el nuestro. Pero eso ya no es Corrales.
Pasando a otro ámbito, he mencionado antes la cueva de Caldas (una de las que había por allí, por lo demás), pero la más famosa entre los chavales era la “del moro”, situada bajo Fresneda, esa zona boscosa que en buena parte desapareció bajo la autovía, al pie del Gedo-Collado. Hay quien dice que el río Muriago nace en la cueva del moro, pero yo creo que nace más arriba, nunca he sabido dónde en realidad. El paisaje que había ahí, siguiendo camino arriba hasta el “prao del Camisón”, era bien bonito; había un punto en que el agua, cuando excedía la que el cauce podía contener, se colaba por el medio del camino mismo haciendo torbellino, y más abajo volvía a aparecer. Árboles caídos de muerte natural, cubiertos de musgo, te ibas encontrando a los lados del sendero. Y la cueva, que es de lo que se trataba, yo nunca la visité, pero seguro que conoceréis quien sí lo hizo. Sitios atribuidos a algún “moro”, por cierto, los hay en muchos sitios de España. En Extremadura decían de unos dólmenes que eran de los moros.
El río Muriago pasaba por detrás de Santa Margarita, como ahora, por supuesto, sólo que entonces, al no estar canalizado, pasaba como un río normal, sin profundidad ninguna, y con su vegetación de ribera, arbolillos que cubrían el río en algunos tramos y daban sombra sobre la corriente. Toda la extensión de Santa Margarita era un enorme prado, claro; desde Antonio Polanco, Peña, el bar Quinín, y la casa de Bóo, ya derribada, se veía el monte de Orza con entera naturalidad. Una pared de piedras cerraba la gran finca, pared que iba como delimitando el actual aparcamiento desde el Ontaneda, digamos así, hasta la ferretería.
La construcción de la colonia Santa Margarita no supuso ningún shock para mí; a veces lo pienso y me produce extrañeza, dado que, según creo, siempre he tenido cierto
gusto, pero entonces, supongo que como muchos corraliegos, saludé la irrupción de aquellos pisos -tan feos, pienso ahora- como una llegada del progreso al pueblo. No se me ocurrió lamentar la pérdida de los bonitos ratos que pasábamos los críos a la orilla del Muriago, en el lugar donde ahora está el paso, o puente, a la colonia Authi, que era precisamente por donde antes se cruzaba el río; se cruzaba por unas piedras, como en cualquier río de monte, y había allí un roble de mediano tamaño (o más de uno), por donde ahora hay un sauce; roble cuyas bellotas, en mi recuerdo, las comíamos, aunque, cuando lo pienso, veo que es imposible, porque nadie come bellotas.
El Muriago también estaba muy accesible en una zona que ahora no existe, pues está cubierta bajo bastantes metros de tierra, al pie de la subida a la Contrina. Todo el mundo sabe que esa zona ha cambiado mucho, pero no tantos recordarán que, por allí, el río descendía con toda naturalidad, antes de enfilar al borde del barrio Millonarios, y había un punto, al pie de la Contrina como digo, donde un precario vallado de alambre cruzaba el río; y allí íbamos algunos niños con algunas madres a bañarnos. Sabed que se bañaba gente en el Muriago, sin salir de Corrales. Los meandrillos y revueltas que hacía el río descendiendo por los prados aledaños, antes de llegar a ese punto, eran deliciosos.
A Caldas se podía ir por la vía, pero también por “el tubo”, que ya he mencionado; y que es otro sitio al que ahora no se puede acceder, porque una empresa ha puesto un cartel. Yo creía que la gente llamaba el tubo a la torre cilíndrica de la central de Sotilla, que está al final (vasos comunicantes), pero con los años me fui enterando de que no, que el tubo es efectivamente un tubo, la conducción de agua que, para que ejerza su efecto cinético, discurre bajo tierra –es un decir- desde la fábrica de Lombera hasta la central misma. Digo que es un decir lo de bajo tierra, porque el conducto en cuestión apenas va cubierto en muchos tramos por unos centímetros de tierra, y aun en algunos otros va lo que se dice al descubierto.
Yo pensé durante bastantes años que la altura de la central de Sotilla equivalía al desnivel que hay en el valle desde el principio hasta el final; o al menos desde que el agua era captada desde el “pozo toma”, en la presa de Somahoz. No es así realmente. El pueblo, es cierto que tiene un desnivel considerable -que apenas se advierte porque es gradual-. Diré, a todo esto, que una vez lo puse a prueba con la bicicleta, sentándome en ella y dejándola rodar desde la cuestecilla de la estación sin dar una pedalada, a ver hasta dónde llegaba. Y llegó ni más ni menos, fijaos, que hasta el puentecillo de Juan XXIII, justamente por donde pasa el famoso tubo, que provoca allí una elevación que deben salvar los vehículos para atravesar el barrio. Si no fuera por esa elevación, y el camino hacia Sotilla estuviera en mejores condiciones, seguramente la bici me habría llevado hasta el final del valle.
Hoy día no sería posible todo ese trayecto; porque se ha cortado el paso por la vía hacia Lombera, y se ha sustituido por una curva-cuesta que, por supuesto, la bicicleta no podría superar. Los vecinos, y la alcaldesa, que han trabajado para que se restituya el paso de alguna manera, estarían quizá de acuerdo conmigo en añadir ese punto a mi lista de lugares que se han vuelto inaccesibles.
Sobre el tubo que va a Sotilla me contó mi padre una anécdota, propia de Gila: lo vaciaron una vez para arreglar algo, y se metió uno por él hasta bien adentro, para comprobar alguna cosa. Y cuando estaba allá bien metido, otro que estaba en la boca, no se le ocurrió mejor cosa que la gracia de gritar, con gran fuerza: “¡Va aguaaa!”... El pobre hombre de dentro, naturalmente, echó a correr a todo aliento, y salió, agitado y sudoroso, por donde el colega bromeaba; expuesto al infarto. -Huelga decir que, si hubiera “ido agua” efectivamente, el paisano habría acabado, además de ahogado y magullado, triturado por las palas de la turbina.
Pero estaba diciendo que el desnivel total del pueblo no es realmente el del tubo que va a Sotilla; o viceversa. El agua, en su definitivo entubamiento, en el que cuenta para la fuerza motriz, que es el último tramo, está confinada sólo desde la fábrica de Lombera, según yo lo veo; el tubo no atraviesa todo el pueblo. Hasta las naves de Lombera (hoy abandonadas), la susodicha agua va por canales y estanques, al aire libre. De modo que, debemos concluir, la altura de la torre de Sotilla ¡es sólo la que hay desde el punto de Lombera! Así que, imaginad cómo sería una torre que tuviera la altura de todo el valle...
Tal obra de ingeniería, como otras asociadas al agua y la electricidad (energía renovable, hace cien años), cuenta en el valle de Buelna y en el interior de la fábrica con estructuras dignas de aprecio y estudio, sobre todo teniendo en cuenta el contexto de la Cantabria rural y aislada en que se realizaron. Pudimos tomar nota de ello –y el que quiso la tomó- en una exposición que tuvo lugar, hace un par de años, en el teatro del pueblo.
José María Quijano y su obra, como la de otras personas inteligentes y emprendedoras que ha habido en este país, creo que podrían ejemplificar una cosa que a veces pienso, y es algo que, creo, pasa en España: cuando en medio de un desierto cultural –como tanto abundan- actúa alguien con ideas y con empuje y que sabe rodearse de un buen equipo, las cosas marchan y progresan con bastante normalidad. Ya decía Fraga que los españoles, cuando ven que la cosa va en serio, trabajan como el que más. Pero, cuando ese inspirado desaparece (me refiero a Quijano, por ejemplo, no a Fraga), en vez de haberse creado escuela y haberse sembrado semilla, en vez de proseguir la sociedad iluminada por el ejemplo del pionero, la broza y el zarzal lo invaden todo de nuevo como si nunca hubiera habido nada. La inercia (la inercia de la nada) es grande entre los españoles. -O bien ocurre que los que valen se marchan a otros lugares; con lo cual ya se sabe quiénes quedan...-. Eso es lo que no decía don Manuel.
Digo esto, que es una teoría mía, porque en Corrales ha habido muchas cosas buenas, ejemplos de técnica, de diseño, sensibilidad, planificación; los obreros han convivido (coexistido al menos) con ellas, en la fábrica por ejemplo, y también las hemos visto y las vemos en instituciones y actividades del ambiente social general (la coral de Justi, la labor didáctica de Bienvenido, el quehacer deportivo de Ofo Losas, la
entrega de Maruchi...); pero ¿no solemos tener un poco sensación de déjà vu ; de que los mismos impulsos los hemos visto iniciarse y actuar una y otra vez, y que, si todo eso hiciera sociedad , si cuajase, ya a estas alturas –miremos cuánto hace que empezaron las cosas, consideremos verdaderamente la historia de ellas- tendríamos que estar a otro nivel, con las mecánicas rodando por sí mismas?... En nuestro pueblo, como en general en España, siempre tenemos que oír la explicación, el pretexto, de que, bueno, con este o el otro tema “estamos empezando”... Pero ¿cómo es que siempre estamos empezando? Para mí que, una de dos (o ambas a la vez): o no se sabe apreciar y tomar ejemplo de lo que se tiene ante las narices, o, como he dicho, los que sí recogen el testigo, se acaban yendo.
Me gustaría también hacer mención de un espacio que era bonito, y que ya no lo es; con lo que, no es que se haya impedido el acceso, sino que ya no es accesible la belleza que ahí había. Y que estará debajo tal vez, como se dice de la hierba bajo el asfalto. Me refiero a los grandes árboles de la Rasilla. Ahí, lo que se ha hecho más bien, no es vedar el paso, sino lo contrario, entrar demasiado.
El terreno de la Rasilla estaba más bajo, supongo que se rellenó para convertirlo en parque en los años setenta, cuando la fuente y las pérgolas. Al estar más bajo, las raíces de los árboles mostraban más relieve, estaban más bellas. Había algún otro arbolón además de los que ahora vemos; el más grande, que se tiró (con cierto peligro, pues cayó hacia donde no tiraban de la cuerda), estaba frente a la casa de los Rodríguez. Todo ese terreno, como el del “campo Silos”, se llenaba de hojas en otoño, que los niños usábamos para jugar al escondite. Nada de asfalto, nada de goma; era como una prolongación, una degustación, de la finca de los Bustamante o de Quijano; o del campo montañés en estado estilizado. Y se estaba bien ahí porque era bonito, había sombra; y el viento hacía su ruido en los ramajes.
Una intervención adecuada habría sido más respetuosa; tales árboles, sobre todo siendo excepcionales como son, se merecen un entorno digno, hay que hacerles un honor, no se los puede aprisionar de mala manera, quizá diríamos que como paso previo a quitarlos de ahí. Hay que hacerles el honor por mucho que los ancianos y niños necesiten unos artilugios.
Los artilugios se podrían haber instalado en otro lugar, o allí mismo pero donde la fuente luminosa. Tal vez costaría mucho dinero quitar la fuente, que nunca ha sido necesaria ni oportuna (lo del dinero es una disculpa aceptable; pero parece que vivimos en un país donde siempre tiene que haber alguna disculpa). Se quita la fuente y se ponen los artilugios, o se cambian de ubicación, ahora que la finca colindante parece que va a ser añadida; pero la zona de los árboles debería ser respetada, con su hierba y su naturalidad; y sin que las instalaciones de la bolera penetren demasiado ahí; pues lo han hecho como si estuviéramos en un pueblo poco urbanizado, de la Montaña rural, donde sobra espacio natural y cada paisano no tiene más ilusión que “echar placa” para poder pisar sin albarcas. El centro de Berna, capital de Suiza, tiene menos materia dura.
Algunos sitios más por donde se podía deambular con bastante libertad, y ahora no tanto, aparte de la vía del tren, son éstos:
El camino que bordea la fábrica desde el puente Ranero (el Matadero) hasta la zona de la presa o “pozo toma”; ese camino lleva ya un tiempo cerrado. Aunque se puede compensar con el que ahora sale por la izquierda, que también bordea la antigua Mecobusa y llega hasta la parte del antiguo puente colgante, siguiendo la orilla del río. En relación con este último hay otra pequeña zona, desde el estadio de Forjas hasta el río, de la que también se puede hablar: ésta era la antigua entrada hacia el puente colgante; la serrería que allí se instaló ha puesto en mitad de ese trayecto una cabina, con una doble calzada (la cabina está en medio), quedando todo aquello suficientemente ambiguo como para que la gente interprete que por allí no se puede pasar; pero, según me han comentado, por allí sí se puede pasar. Llega a empalmar con el camino que viene del puente Ranero.
Y, por último, una zona que es de la fábrica, y que hicieron bien en cerrar, pero que visitábamos los críos con riesgo de nuestra vida: la llamada “presa” de entre Lombera y el estadio, con su estructura oscilo-cerrante y su puentecillo de cemento, que no era un puentecillo pero nosotros lo usábamos para cruzar. Me parece bien, por supuesto, que todo aquello (el perímetro urbano de la gran balsa, en definitiva) se vallase, por mucho que haya perdido romanticismo la cosa.
Como me parece bien también que el pueblo haya recuperado últimamente senderos que andaban perdidos por los alrededores y se hayan desbrozado. A lo que podemos unir los miradores que se han hecho, uno en el Gedo y el otro por encima de San Andrés, que creo que está sin completar.
¿Sabéis una diferencia entre crecer en una ciudad bonita y bien diseñada, y criarse en una fea y que es fruto de la premura, la estupidez y la mezquindad? Cuando pasas por entre las cosas, aunque no haya nadie que te esté diciendo nada, las formas y los colores “te hablan” de alguna manera; te dicen –si las cosas están bien hechas- que “no estás solo”, que no estás desamparado, que alguien piensa en ti. Te dicen de alguna forma que “alguien”, haciendo eso, ha pensado en que los demás iban a verlo; ha querido que lo vieran, de hecho. Lo vieran, lo usaran, y tomaran nota.
Yo diría que la realidad última de la vida no es ésa por otra parte, pues, poniéndonos filosóficos, nuestra verdad radical, la del ser humano, parece ser la soledad y el desamparo, como se manifiesta en la pobreza, en el envejecimiento y la muerte. Pero, al mismo tiempo, consideremos que no es extraño que las tribus primitivas tiendan a creer en dioses que les proveen de una visión optimista de la vida, pues, rodeados de naturaleza, y a pesar de la “ley de la selva” que muchas veces impera en ella, es difícil resistirse a la tentación de creer que “Alguien” ha hecho tanta complicación, tanta armonía, tanto detalle; que “Alguien” sonríe y nos acompaña en el fondo, desde siempre y para siempre.
Pasando de ahí a los entornos urbanos, si hay belleza e inteligencia en las cosas que están a la vista de la gente, con eso no sólo hay belleza e inteligencia; hay también consideración hacia los demás, transitividad, alteridad; hay un propósito de hacer la vida de determinada manera para el prójimo, ofrecerle los frutos del ingenio de uno, aunque uno se mantenga anónimo por siempre. La gente vive, y crece, entonces, en la cuenta de que lo normal es hacer las cosas pensando en los demás; hacerlas bien pensando en los otros. Y se animan, con eso, a actuar también ellos así. Eso tiene su importancia; la calle es educativa –o deseducativa-, la calle hace compañía –o no la hace-.
Hace cuarenta años que dejé de ser niño; aquellos recuerdos quedan ya lejos y han pasado muchas cosas desde entonces. No sé cuánto ha habido en nuestro pueblo (en nuestro país en general, por supuesto) de premura, de estupidez o de mezquindad; pero, bueno, me da la impresión de que tampoco ha habido mucho de lo contrario.
Adolfo Palacios González
Mi agradecimiento a cuantos, con sus datos y comentarios, han colaborado en la creación de este escrito.
Genial crónica de una hermosa época ¡ Gracias Adolfo, hijo de mi muy querido Jesús, por esta delicia literaria y entrañable para los abueletes que estamos lejos del Valle !
ResponderEliminarPonte en contacto con Rosa Ruiz Diaz en rosaruizdiaz@gmail.com
ResponderEliminarEl otro día no nos dejaste tu teléfono.
Pregunta por ti José Luis Palacio
Maravillosa crónica. Muchas gracias.
ResponderEliminarLa desconocía. Justamente, ya que mencionas su casa familiar, ha sido Marisa Miñambres quien me la ha enviado. Hoy mismo la ha encontrado ella en un golpe de casualidad.
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