Desde lo alto de su atalaya que era la cima del monte Gedo, Jorge observaba el valle que rodeado de montañas le había visto nacer, y pensó que con toda seguridad también le vería morir, puesto que sus raíces estaban bien asentadas en aquella tierra que allá abajo le había dado todo lo que poseía.
El lugar que le había hecho sentir el orgullo de pertenecer a uno de los numerosos valles que juntos y en su totalidad forman nuestra Bella Tierruca de Cantabria.
Buelna era su nombre y Besaya el del río que le atravesaba de Sur a Norte fertilizando sus mieses y prados donde crecían las cosechas y pastaban las vacas como el último y más claro vestigio de su origen agrícola y ganadero desde hacía ya varios siglos.
Podía ver con claridad desde su particular cima del mundo a las vacas en las laderas del Monta Orza y los sembrados de patatas, nabos y panizos allá abajo en Somahoz.
A su izquierda Fresneda le recordaba uno de los lugares favoritos de su infancia en busca de aventuras guerreras en la profundidad del bosque. Los sosegados paseos más tarde al encuentro de un lugar a la sombra en las tardes de estío donde refrescarse de la canícula.
Pero sobre todo lo que más le alegraba a su ser era que una vez llegado el Otoño se adentraba en lo más profundo del castañar a la busca del sabroso fruto.
Y luego descansaba en la solitaria roca que le ofrecía asiento al pie del viejo roble, testigo mudo del reposo del caminante cansado.
Miró hacia el nacimiento del río Muriago y su vista le trajo los gratos recuerdos de sus correrías infantiles a través de su caudal compartiendo el navegar con las truchas, anguilas y cangrejos y toda la fauna fluvial que habitaba su cauce.
Le apenaba verle ahora su curso desviado, aprisionado entre paredes que habían destrozado sus riberas pobladas de juncos y arbustos.
Jorge amaga cada rincón de su pueblo. Cada calle que había acogido las huellas de sus pasos. Cada edificio que había formado en su mente la imagen del lugar al que pertenecía. Cada plaza y jardín donde tantas conversaciones habían tenido lugar en esos momentos de ocio y diversión tras la dura tarea en la fábrica. Forja de hombres duros como el metal que trabajaban. Tenaces y perseverantes como los callos que habían recibidos sus manos de obreros tras las largas y persistentes tareas cotidianas.
Y aunque nada le pertenecía, sentía que una parte de su ser se derrumbaba ante la progresiva desaparición de estas baje el infame hormigón y los anodinos bloques de pisos que usurpaban el lugar que estos habían ocupado.
Y se acordó de los carros de hierba atravesando las calles del pueblo. Al panadero a bordo de aquel carro tirado por el caballo y que a toque de corneta avisaba al vecindario de la llegada del básico alimento.
Y de la manzanera que transportaba sus frutas en las alforjas uncidas al burro.
De la forja del herrero, donde se cambiaban las herraduras de los animales de carga y aún le parecía oír el martilleo sobre el metal enrojecido, dando forma al metálico calzado que protegía sus pezuñas a su paso por calles y camberas empedradas.
Miró hacia la Contrina y la vista de los vecinos faenando la hierba le recordó su adolescencia allá por el 67 cuando trabajó como jornalero dando vuelta, hacinando y después acaldando en el pajar el dorado alimento de las vacas.
Recordó con agrado sus diecisiete años recién cumplidos laborando en llanas y cuestas manejando el dalle, la horca y es rastrillo a pleno sol. Aquellos duros días de bochorno sintiendo su torso desnudo torturado por las picaduras de tábanos y mosca reciniegas.
Luego el placer de saciar su sed y refrescar sus músculos doloridos, su rostro ardiente en el agua fresca del manantial que tras fluir desde las profundidades de la tierra formaba fuente al caer por aquella pulida piedra ornada de musgo. Un tren atronó el especio al atravesar el Puente de Hierro y su vista se volvió hacia la estructura metálica y su mente a un tiempo pasado.
Y en sus recuerdos se vio a si mismo apoyado en la barandilla contemplando el pausado paso de las truchas en sus lentas y sigilosas evoluciones.
Y la rápida huida de algún cangrejo que asustado se escondía al amparo del alguna piedra dejando en su lugar un pequeño remolino de arena en el fondo del río.
Conocía el cauce del Besaya en todo su caudal a su paso por el valle y se lamentó de las ruinas de lo que en otro tiempo fue el Puente Colgante y añoró los días en que lo balanceaban para asustar a las mozas que lo cruzaban en las idas y venidas a las romerías de San Felices.
Y luego al pantano y tras cruzar La Hoya y Lombera y tomando el camino del “Tubo” llegar al molino de Milio, pariente paterno, para ver moler el maíz.
La recta línea férrea del ferrocarril le recordó la vieja estación derruida para dar lugar a la actual en la que en una de sus paredes un cartel portaba el nombre de Los Corrales. Y los viejos trenes de vapor cuyo humeante y cálido aliento acarició sus infantiles piernas cuando el tren emprendía el rumbo.
Y el almacén de la Renfe. Y la vía muerta donde aguardaban los vagones de mercancías la diaria carga fruto de la labor y el trabajo que los obreros realizaban en la boyante industria que había impulsado el desarrollo socioeconómico hasta encaminar el rumbo del pueblo sobre el soporte de la industria metalúrgica.
Ello originó un cambio en la fisonomía del pueblo cuando debido a la demanda de viviendas que los trabajadores requerían y la dirección de la empresa propició, con la construcción de varias de ellas, dando forma a barriadas cuyas casas de cierto estilo montañés ocuparon el lugar que antaño había sido del dominio de los prados.
Jorge nació en una de ellas, allá en La Hoya, para más tarde, con dos años de edad, ir a vivir al barrio de San Juan Bautista, más conocido como de “Los Millonarios”, debido al elevado coste de la renta mensual que suponía su adquisición.
Y allí empezó su vida. En aquellos huertos de un área cercana a los dos carros de tierra que él siempre supuso fue un detalle de la empresa a fin de que la cosecha de patatas, berzas, tomates, etc., supusiera una ayuda y un desahogo para la sufrida economía familiar. Suposición que fue confirmada con la construcción de un gallinero en todas las viviendas y que tras ser envuelto en un enrejado de tela metálica sirvió para la crianza de conejos y gallinas, por lo que se puede decir que en el barrio “nunca faltaron huevos”.
Eran las huertas un estallido de vivos colores en las matas y plantas. Una excusa para adentrarse en el bosque de Fresneda a la busca de unos coloños de varas para las alubias y tomates. Jorge recordaba la maestría de su padre haciendo velortos con los que amarrarlos y lamentaba que a él, los tiernos brotes de avellano, se le quebraran y rompieran en su vano intento de hacerlos. Por aquél entonces la pandilla del barrio gustaba de hacer incursiones por las laderas del monte desde La Cuesta hasta la Contrina para afanar cerezas trisconas o ciruelas claudias con saciar su sed de aventura. Y más de una vez los echaron del perro y corrieron monta abajo hasta que el animal desistía de seguirlos tras abandonar sus dominios y luego, al resguardo de algún matorral, daban cuenta de la poca fruta que no había caído en la huida y aún guardaban en los bolsillos.
Eran los tiempos de escuela. Primero las Nacionales, luego La Salle, siempre los bolsillos llenos de canicas y peonzas con que jugar en el patio o en la bolera de La Rasilla. Y llegando junio, este se vestía de fiesta y se engalanaba por San Juan. En la campa y al amparo de sus majestuosos árboles, los feriantes colocaban la noria y los caballitos, las tómbolas y las casetas de tiro.
Y las avellaneras mostraban su rica mercancía de rosquillas, almendras garrapiñadas y las avellanas a la luz de las lámparas de carburo.
Y el pueblo era una fiesta para nativos y visitantes y la hospitalidad generosa para quienes de otros pueblos acudían en busca de alegría y diversión.
Y la noche de San Juan se llenaba de alegría y amor.
Jorge, desde su atalaya, buscó el lugar donde habitaba el recuerdo de ella.
Y este se llenó de risas y canciones.
Miró al cielo y pensó que con toda seguridad en su día ya no muy lejano moriría en este valle que le vio nacer.
José Luis Solar Peña
Extraído del libro “Entre Versos”, del Otoño Cultural 2003
Gracias por publicarlo.
ResponderEliminarEmociona volver a leer estas añoranzas de cuando fuimos felices en nuestro Valle... en tiempos de la "Dictablanda de Franco"
ResponderEliminarNota: Me pongo enfermo cada vez que escucho decir a politicos (indocumentados e inexpertos) de la izquierda echar peste de lo que ellos denominan "la Negra España Franquista" ... cuando todos mis recuerdos y vivencias de la epoca, y de todo el entorno por mi conocido, fueron de años felices y de creciente prosperidad... A ver si va a ser que solo eramos felices en España los del Valle de Buelna y Santander por extension... pero claro, como no es politicamente correcto hablar bien y reconocer las buenas obras de la Dictadura de Franco ¿ debemos callarnos quienes dabemos de ello ? ... pues este menda no se calla !
Nota: Cada